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PARA EL CAMINO
Ver nuestra realidad puede ser decepcionante y desanimador, pero por los ojos de la fe Dios nos muestra su misericordia y nos anima a confiar en él.
Tomás, el discípulo de Jesús, no aparece en esta historia de Lucas capítulo 2, pero lo traemos aquí como un ejemplo totalmente opuesto a lo que este pasaje quiere enseñarnos. Tomás había visto con sus propios ojos a Jesús y todo lo que él había hecho. También había visto lo que le hicieron a Jesús en sus momentos finales y cómo lo crucificaron como si fuera un criminal cualquiera. Cuando Jesús se aparece a sus discípulos después de su resurrección, lo que le hicieron los soldados a Jesús borró de la mente de Tomás todo el poder que Jesús había demostrado durante su ministerio. Lo que le hicieron a Jesús fue más fuerte que lo que Jesús había hecho. Lo que le hicieron a Jesús encegueció de tal manera a Tomás, que el Señor tuvo que abrirle los ojos para que volviera a ser un creyente.
En la historia de hoy hay quienes ven con claridad las promesas cumplidas de Dios y hay quienes, aun sin ver la profundidad de los planes divinos, se concentran en seguir los mandamientos ceremoniales para que todo se hiciera de acuerdo a los planes eternos de Dios.
María y José son los primeros que aparecen en escena. Ellos llevaron a Jesús al templo para ser presentado ante el Señor. Fueron también para llevar la ofrenda para la purificación de María. Estos padres ejemplares no entendían mucho de planes eternos, pero supieron tomarse en serio a Dios y a sus leyes ceremoniales e hicieron todo para «cumplir con lo que está escrito en la ley el Señor» (v 23).
Lucas menciona al Espíritu Santo, que no aparece en escena porque él siempre está en escena. El Espíritu de Dios que «se movía sobre la superficie de las aguas» según nos dice Génesis 1:2, cuando Dios Padre estaba creando el mundo, y que acompañó al pueblo de Israel y a sus profetas durante todo el período del Antiguo Testamento sin ser tan visible, entra en los Evangelios con nombre y apellido, y se mueve con poder sobre esta nueva creación de Dios.
El Espíritu Santo trae a Simeón al templo. Así, de repente, sin mucha introducción. De este hombre no se nos dan detalles; no sabemos su edad ni su ocupación, ni nada de su familia. Pero sabemos lo más importante: «Era justo y piadoso» y «esperaba la salvación». El Espíritu Santo le había revelado que vería al Mesías. Si alguno de nosotros hubiera ido al templo a ver al Mesías, seguramente hubiera buscado a un hombre grande, maduro, alguien que sobresaliera de los demás, que tuviera voz de mando y una personalidad atrayente; buscaría a uno que fuera fácilmente distinguible de entre la multitud.
Jesús también está en esta escena. Jesús era un bebé de pocas semanas. No pintaba como el Mesías, pero el Espíritu Santo mantuvo abiertos los ojos de Simeón para que él pudiera declarar con firmeza: «Mis ojos han visto ya tu salvación que has preparado a la vista de todos los pueblos» (vv 30-31). ¡Notemos que Dios quiere que su salvación se vea en todos los pueblos!
Jesús es el personaje principal en esta historia. Es la primera vez que él va al templo de Jerusalén. No tiene capacidad intelectual todavía para admirar las grandes piedras que le daban majestuosidad al edificio. Ni siquiera pudo ir por sí mismo. Jesús está pasivo, como corresponde a su edad, pero así y todo atrae a sí mismo personajes que quedarían grabados en la historia del Nuevo Testamento, como Simeón y Ana. Incluso María y José se quedaron asombrados de lo que se decía de Jesús (v 33). Para María, especialmente, esta visita al templo le sirvió para enfrentar posteriormente los duros días de la semana santa, cuando habría de ver a su hijo en la otra punta del camino, muriendo en una cruz.
Todos ellos son ejemplos de fe para nosotros. Son ejemplos de personas que vieron la salvación y creyeron lo humanamente increíble.
Es muy interesante observar que, durante su ministerio, Jesús se encontró con personas de todo tipo: un ciego de nacimiento, que obedeció a Jesús en su primer encuentro con él y se fue a lavar los ojos untados con barro al estanque de Siloé, quedando sano de inmediato (Juan 9:1-7). El que no podía ver a Jesús con sus ojos naturales, le creyó con los ojos de la fe. En el Evangelio de Mateo (9:27-31) se relata la historia de dos ciegos que «siguieron a Jesús y a gritos le decían: ‘Ten misericordia de nosotros.'» Y Jesús los sanó «conforme a su fe». Cuando en otra oportunidad Jesús se encontró con algunos fariseos que le imponían cargas muy pesadas a la gente con sus reglas religiosas mientras a ellos les encantaba «ocupar los mejores asientos en las cenas y sentarse en las primeras sillas de las sinagogas», les dice en la cara: «¡Ay de ustedes, guías ciegos!» Estos líderes tenían a Jesús frente a sus ojos, pero aun así estaban ciegos a las misericordias de Dios.
Sin embargo, en el bebé Jesús, Simeón encontró la misericordia que Dios estaba preparando para todos los pueblos.
Pero hay muchas personas de todos los pueblos alrededor del mundo que no ven con la fe. Tal vez escucharon de Jesús, pero no visualizan en su mente y en su corazón que Jesús está en la cruz en lugar de ellos. Sin embargo, el Espíritu Santo sigue activo abriendo los ojos y dando la fe a los ciegos espirituales. El mismo Espíritu que engendró a Jesús en el vientre de María y que le reveló a Simeón que no moriría antes de ver al Ungido del Señor, sigue actuando hoy. Ese mismo Espíritu es el que Jesús, después de su resurrección, sopló sobre sus seguidores para que tuvieran el poder y la autoridad de perdonar pecados. Ese Espíritu ha traído a Cristo a millones de personas que estaban ciegas para que el Señor les abriera los ojos. Lo hizo conmigo, y seguramente, también lo hizo contigo.
Jesús creció, llevó a cabo su ministerio, fue arrestado y llegó al juicio para ser sentenciado y crucificado. Creció para sufrir dolores y angustias indecibles. El sistema político de Roma y el sistema religioso de Israel se unieron confabulando hipócritamente para sacarse de encima al Ungido de Dios. Todo lo que le hicieron a Jesús: los azotes, la burla, la cruz, era parte del plan de la buena voluntad de Dios para nuestra salvación. Nada de lo que le hicieron sucedió sin su permiso. Esto debe abrirnos los ojos, y bien grandes, porque éramos nosotros, y no él, quienes, por nuestra desobediencia y culpabilidad heredada, debíamos ser castigados.
El nacimiento, la vida, muerte y resurrección de Jesús fue la entrada en escena de Dios a nuestro mundo ciego. No veíamos ni nuestro propio pecado. Teníamos la peor ceguera, como la del que no quiere ver. Naturalmente, nuestros ojos no podían ver la condenación eterna ni la terrible contaminación pecaminosa en la que habíamos nacido. Pero, en su misericordia, y mediante el Espíritu Santo, Dios abrió nuestros ojos para que viéramos que todo lo que le hicieron a Jesús fue para evitarnos el castigo temporal y eterno. Dios nos dio los ojos de la fe para que podamos ver sus maravillas, para recibir su perdón y para proclamar lo que aprendemos de Simeón: que Dios ha preparado una salvación para que todo el mundo la vea.
Aquí es donde tú y yo entramos en escena. Sin duda hay muchos a nuestro alrededor que andan por la vida sin ver las misericordias de Dios. Los que la hemos visto, estamos llamados a encender la luz para que otros vean.
Si de alguna manera te podemos ayudar a entrar en escena para mostrar la misericordia de Dios en Cristo a tu prójimo, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.