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PARA EL CAMINO
La oración es gratis. Podemos contactarnos con Dios desde cualquier lugar y en cualquier momento, y siempre tendremos señal para llamar. ¿No es magnífico que tengamos un Dios que se hace llamar Padre y que nos insiste a que vengamos a él con nuestras necesidades sin importar la hora o el momento que sea?
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
«Por favor llámame cuando llegues al campamento. Quiero saber cómo te fue en el viaje y quiero saber que estás bien.» «Claro que sí, papá», me contestó mi hijo, «pero recuerda que tal vez no tenga señal para usar mi teléfono celular. Tú sabes cómo es, no siempre es posible comunicarse.» «Está bien», respondí, «pero espero tu llamada en cuanto puedas. Avísame si necesitas algo.»
Y pasaron tres días completos con sus noches, y yo no tenía noticias de mi hijo. ¡Se imaginan cuánta incertidumbre! Al cuarto día, tarde en la noche, me llama para decirme que finalmente había encontrado una oportunidad para llamarme y decirme que todo estaba bien. Me pidió mil perdones por llamarme tan tarde, que no quería interrumpir mi sueño. Le contesté muy aliviado, mira, no me importa que me interrumpas el sueño, estoy siempre listo para hablar contigo.
Los discípulos de Jesús habían visto cómo su maestro se contactaba con su Padre y notaban algo extraordinario en esos contactos: Jesús se pasaba largas horas en oración. Intrigados, uno de los discípulos tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Señor, enséñanos a orar». No era inusual para los judíos elevar oraciones a Dios, ellos tenían algunas formas fijas para orar, especialmente para determinadas situaciones. Muchas veces usaban los salmos y otras oraciones que aprendían en la sinagoga o en la casa. Sin embargo, en la forma de orar de Jesús había algo especial que les llamó la atención. Parece que algo realmente pasaba durante y después de la oración, y ellos querían vivir esas mismas experiencias.
Sin más, como si Jesús hubiera estado esperando la ocasión, les dijo: «Cuando ustedes oren, digan: «Padre, santificado sea tu nombre.» Y aquí hay algo sorprendente. Los israelitas llamaban Padre a Abrahán, o a David, pero para Dios usaban nombres que no eran nombres, y comúnmente lo invocaban con términos como Altísimo, Todopoderoso, o Señor de los Ejércitos. Jesús les presenta un concepto nuevo de Dios que resalta la intimidad, la familiaridad, que es tan importante en una relación. Así, se abre una nueva puerta para la comunicación con Dios. Podemos acercarnos a Dios sin intermediarios, directamente, como si habláramos con nuestro padre terrenal. Podemos acercarnos a Dios con la confianza de que él está siempre listo para escucharnos.
Estimado oyente, ¿quieres contactarte con Dios? Pues, háblale. ¿Que no sabes qué decirle? Sigue el bosquejo que les dejó Jesús a sus discípulos. «Santificado sea tu nombre. Venga tu reino.» Así le pides a Dios que él te ayude a usar su nombre para bendecir a otros, para escuchar su santa palabra y obedecerla, para poder crecer en las cosas del reino de Dios que es el reino donde impera la amabilidad, el amor, el consuelo. En estas peticiones le pedimos a Dios que nos ayude a vivir bajo su gracia y nos dé la fuerza para hacer su voluntad con nuestro prójimo.
Y cuando le pides «El pan nuestro de cada día dánoslo hoy», le estás pidiendo que no te falte nada para la vida, especialmente el pan más importante, que es el mismo Señor Jesucristo, quien dijo: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí, nunca tendrá hambre» (Juan 6:35). Y luego le pides que te perdone tus pecados. ¿Sabes? No hay que dar por sentado que Dios siempre nos perdona porque él es bueno y porque nosotros «somos así, qué le vamos a hacer». Dios, nuestro Padre bueno, espera que tengamos ese gesto de humildad de reconocer nuestra falta de santidad y nuestras ofensas a nuestro prójimo, porque así damos muestra de nuestro arrepentimiento, de que no estamos a la altura de la santidad divina. Pedir perdón es reconocer nuestra condición de hijos que no merecen otra cosa que castigo. Pero, te das cuenta, le estamos hablando a nuestro Padre celestial, que está esperando con ansias que nos acerquemos a él a implorar su perdón porque él está más que listo a perdonarnos y a darnos ánimo para cumplir con la parte que nos toca a nosotros: perdonar a quienes pecan contra nosotros.
Tal vez estemos tentados a no perdonar, porque verdaderamente nos ofendieron mucho. Conozco ese sentimiento, y creo que nadie escapa a ese pensamiento. Por eso Jesús nos enseña a orar: «Y no nos metas en tentación». Para decirlo en forma un poco más clara, Jesús nos enseña a pedir que Dios nos dé la fuerza para no ceder a las tentaciones. Tú sabes por experiencia, estimado oyente, cuántas tentaciones tenemos cada día: a guardar rencor, a pasar de largo ante el necesitado, a ser mezquino con nuestros bienes y nuestro tiempo. Tentaciones no faltan. En la Epístola universal de Santiago leemos: «Dichoso el que hace frente a la tentación, porque pasada la prueba, se hace acreedor a la corona de la vida… Cuando alguien sea tentado, no diga que ha sido tentado por Dios, porque Dios no tienta a nadie, ni tampoco el mal puede tentar a Dios. Al contrario, cada uno es tentado cuando se deja llevar y seducir por sus propios malos deseos» (Santiago 3:13-14).
Y creo que con esto ya tenemos suficientes temas para orar. Ahora, Jesús se enfoca en ayudarnos en la forma en que debemos orar. En su primera parábola acerca del hombre que va a molestar tarde en la noche a su amigo para que le dé algunos panes, Jesús nos enseña que Dios quiere que seamos insistentes. ¡Pero es tarde en la noche! No importa, Dios no está ocupado. ¿No es magnífico que tenemos un Dios que se hace llamar Padre nuestro y que nos insiste a que vengamos a él con nuestras necesidades sin importar la hora o el momento que sea?
La oración, mi estimado amigo, es gratis. Podemos contactarnos con Dios desde cualquier lugar; siempre tendremos señal para llamar, Dios nunca da ocupado, y él nunca tiene llamadas perdidas. Él deja todo lo que está haciendo para dedicarnos toda su atención sin interrumpirnos una sola vez. Dios nunca dirá como el hombre de la parábola: «No me molestes.» ¡Dios insiste en que seamos insistentes! Dios quiere ser molestado. Nuestro Padre no quiere que dejemos pasar la oportunidad de contarle nuestras necesidades y las de nuestro prójimo. Como dice la parábola, se levantará por nuestra insistencia y nos dará todo lo que necesitemos.
Insistiendo en este tema, Jesús agrega: «Así que pidan… busquen… llamen» y agrega las promesas: «Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre.» Notarás que pedir no es exigir ni mucho menos demandar, buscar no significa buscar en cualquier lugar, ni buscar cualquier cosa, sino las cosas que pertenecen al reino de Dios. Y cuando dice «llamen» no dice métanse adentro a buscar explicaciones o a reclamar. Solo llamen, Dios el Padre se encargará de abrir los cielos y derramar sus bendiciones sobre nosotros.
Ahora Jesús cuenta una segunda parábola en la cual indica que si nosotros, que somos malos, sabemos darles buenas cosas a nuestros hijos, cuánto más Dios, nos dará el Espíritu Santo. Bueno, estas palabras nos hieren un poco. Jesús nos trató de malos. Malos, que como padres, damos cosas buenas. Es que nunca debemos olvidar que somos pecadores, que no somos buenos a la manera en que Dios es bueno. Con todo, Dios nos da la capacidad de dar cosas buenas a nuestros hijos, porque son nuestros, porque los queremos, porque queremos lo mejor para ellos. Queremos alimentarlos, cobijarlos, protegerlos, que nos llamen cuando lo necesitan. ¡Cuánto más Dios, que es bueno por excelencia, por naturaleza, a quien no se le puede notar ningún vestigio de pecado, de rencor, de rabia contra nosotros o interés de hacernos pagar por nuestras maldades, nos dará todo lo que necesitamos!
Dios es bueno, y como padre bueno nos da cosas buenas. Nos da lo mejor de sí mismo. Así termina Jesús su enseñanza sobre cómo orar: «¡Cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!»
Estimado oyente, ¿pedirás el Espíritu santo? ¿Qué vas a hacer con él? Aquí cabe preguntarnos qué hará el Espíritu Santo con nosotros. Entendemos que Jesús, que nos enseñó a orar por las cosas del reino de Dios, nos dice aquí que el Espíritu Santo es lo mejor que Dios puede darnos. Cuando Jesús habla con sus discípulos momentos antes de su muerte, les dice: «Les conviene que yo me vaya; porque si yo no me voy, el Consolador [el Espíritu Santo] no vendrá a ustedes; pero si me voy, yo se lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado… Cuando venga el Espíritu de verdad, él los guiará a toda verdad, y les hará saber todas las cosas que habrán de venir» (Juan 16:7-8, 13).
Observa, estimado amigo, cómo se expande la información que recibimos aquí de parte de Dios. Tenemos a un Padre que es accesible y generoso en darnos lo mejor de sí mismo. Porque nos ama. Y que nos ama y que le importamos lo mostró claramente cuando envió a su único Hijo para convertirse en un ser humano sin pecado y meterlo en un mundo cargado de maldades y de personas pecaminosas que tramaron su muerte y no descansaron hasta lograr matarlo. Pero esos pecadores no sabían que ese era el plan de Dios, porque alguien tenía que cumplir a la perfección la ley que nosotros no podemos cumplir y que nos condena. Jesús logró que la justicia de Dios nos perdonara y podamos tener la vida eterna con él en el cielo. Pero no solo eso, los beneficios de la muerte y resurrección de Jesús ya comienzan en esta vida cuando recibimos de él el perdón y el Espíritu Santo. La Santa Trinidad toda está en acción para hacer de nosotros personas bendecidas que bendecirán a otros. Ahora somos hijos el Rey y vivimos de acuerdo con su reino de gracia, de amor, de perdón, de confianza y de ayuda mutua.
El Espíritu Santo, lo mejor que Dios puede enviarnos, nos mantiene firmes en la fe, nos enseña la verdad de Dios mediante su Palabra, nos sostiene cuando somos tentados, y el resto de las cosas Dios se encargará de dárnoslas de acuerdo con su santa voluntad. Y si la oración tiene un secreto, es este: que pidamos, busquemos, llamemos y dejemos todo en las manos del Padre para que se haga su voluntad en nosotros. Aquí tenemos que confiar que Dios tiene una perspectiva mucho más grande que la nuestra y él sabe mucho mejor que nosotros lo que nos conviene. Es mejor que él haga su voluntad y no la nuestra. No seremos defraudados.
Si podemos ayudarte a pedir el Espíritu Santo para traer plenitud a tu vida, a continuación, te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.