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PARA EL CAMINO
TEXTO: 1 Corintios 2:1-12
1 Corintios 2, Sermons: 2
Prender el foco. La sabiduría de Dios es oculta, no se puede entender por la razón humana. Por eso el mundo no entiende su misterio, porque solo Dios puede sacar a la luz lo que está oculto. Entonces, ¿cómo nos prende Dios el foco, dándonos acceso al misterio de Cristo crucificado como nuestro Señor de gloria?
«¡Ah mira! ¡Se le prendió el foco!» Así decía mi mamá cuando hablaba de alguien que no entendía lo que se le decía y de repente, como por inspiración, llegaba a entender las cosas. «¡Ah mira! ¡Se le prendió el foco!» Andaba perdido en la oscuridad, ignorante, sin poder ver las cosas con claridad. Andaba sin entendimiento, con los ojos del saber cerrados. Hasta que alguien le prendió el foco, el foco de luz, y los ojos se le abrieron y entendió, y todo lo que antes estaba oculto y le era desconocido le fue revelado. Pasó de la oscuridad a la luz, de la ignorancia a la sabiduría. Se le prendió el foco.
La expresión, «prender el foco», de uso popular en algunos sectores del mundo hispano, se adapta bien al texto bíblico del día de hoy. En el versículo 7 el apóstol Pablo nos habla de «la sabiduría oculta y misteriosa de Dios» y en el versículo 8 nos dice que «ninguno de los gobernantes de este mundo conoció» tal sabiduría. Ningún ojo vio ni entendió esta sabiduría de lo alto, ningún oído la oyó, ningún corazón fue penetrado por la misma. Era inaccesible. El mundo andaba perdido en la oscuridad, en la ignorancia, sin entender las cosas de Dios. Hasta que Dios, por su propia decisión y en su tiempo indicado, «reveló» lo que antes estaba oculto. Por su gran amor, Dios dio a conocer su plan de salvación al mundo mediante la proclamación de la muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo. ¡Dios nos prendió el foco!
Sin embargo, la sabiduría de Dios que nos revela a Cristo crucificado no es considerada sabiduría desde el punto de vista humano. La sabiduría humana es el pensar del mundo. En el mundo encontramos personas que se comunican con palabras «elocuentes» y «persuasivas». Políticos, filósofos, poetas, conferencistas motivacionales, vendedores y líderes gubernamentales y religiosos por doquier prometen darnos acceso a la verdad, abrirnos los ojos para entender cómo es la realidad. Prometen inspirarnos con su sabiduría, prendernos el foco. Pero así como los gobernantes del mundo «perecen», sus palabras de «sabiduría» también llegan a su fin. Sus palabras no tienen poder o permanencia. Vienen y se van. Son palabras pasajeras, sin impacto, sin bien.
Nos dice Pablo que los filósofos buscan la sabiduría en la razón, en la lógica, en lo que se ve y se puede comprobar con el entendimiento humano. Según este criterio del mundo, el mensaje del apóstol no tiene sentido porque su predicación nos llama a poner nuestra fe y confianza en Cristo crucificado como el Señor de la gloria. Pero, ¿cómo puede una persona crucificada ser el Señor de gloria, el que ha resucitado de entre los muertos y se ha manifestado como el Señor de toda la creación? ¿Y cómo puede Dios, por medio de una persona crucificada, darnos a nosotros la esperanza de la resurrección para gloria? Esta predicación de Pablo no tiene sentido desde un punto de vista humano, es una «locura». Por sus propios esfuerzos, el hombre no puede entender «las cosas espirituales» de Dios (1 Cor. 2:13-14), sino que Dios por su inmerecido amor debe revelárselas. Dios le debe prender el foco. Por eso dice Pablo en el versículo 9: «Las cosas que ningún ojo vio, ni ningún oído escuchó, Ni han penetrado en el corazón del hombre, Son las que Dios ha preparado para los que lo aman.»
Pablo distingue su testimonio, palabra o predicación de la sabiduría humana. El impacto de las palabras humanas depende de la persuasión del orador y su poder de convencimiento. Tiene que ser una palabra que tenga sentido, sea lógica y pueda comprobarse según los criterios de la razón. Pero la predicación del apóstol no se basa en este tipo de «palabras persuasivas» sino en «el poder de Dios». Solo la palabra del Señor tiene el poder de crear el mundo de la nada y de dar fruto, como leemos en el capítulo 55 versículos 10 y 11 del profeta Isaías: «Así como la lluvia y la nieve caen de los cielos, y no vuelven allá, sino que riegan la tierra y la hacen germinar y producir, con lo que dan semilla para el que siembra y pan para el que come, así también mi palabra, cuando sale de mi boca, no vuelve a mí vacía, sino que hace todo lo que yo quiero, y tiene éxito en todo aquello para lo cual la envié.»
Pablo le dice a los corintios que cuando les predicó la palabra de Dios por primera vez lo hizo «con tanta debilidad, que temblaba yo de miedo». Durante su viaje misionero a la ciudad de Corinto, muchas personas «creyeron» el mensaje de Pablo y «fueron bautizados» (Hechos 18:8). Pero el apóstol tuvo miedo de quedarse mucho tiempo en la ciudad. Temía ser objeto de persecución por predicar el nombre de Jesús. Sin embargo, en una visión Dios lo anima y le da fuerzas, diciéndole: «No temas. Habla y no calles, porque yo estoy contigo. Nadie podrá hacerte daño, porque en esta ciudad cuento con mucho pueblo» (Hechos 18:9-10). Esta promesa de Dios le enseña a Pablo que el poder de su ministerio y predicación depende completamente de Dios. Es Dios quien por medio de su Palabra lleva a la fe en Cristo crucificado como el Señor de la gloria. Como bien lo dice el apóstol Pedro, uno de los discípulos más allegados a Jesús: «Todo hombre es como la hierba, y toda su gloria es como una flor. La hierba se seca, y la flor se marchita, pero la palabra del Señor permanece para siempre» (1 Pe. 1:24-25).
Por eso Pablo les recuerda a sus hijos espirituales de la iglesia en Corinto que su «fe» en Cristo no está «fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios». Los corintios no viven por la razón, sino por la fe. No deben escuchar lo que dice el mundo y sus gobernantes y filósofos acerca de Cristo, sino lo que dice Dios acerca de su propio Hijo Jesucristo por medio de su apóstol Pablo. Ellos ya conocen a Cristo crucificado como su Señor porque fueron bautizados en su nombre, y saben que en Él son partícipes de su gloria en la resurrección, porque Dios los ama tanto que les ha revelado a Cristo como la sabiduría y el poder para su salvación. Pueden entonces confiar plenamente en la predicación del evangelio de Cristo.
La enseñanza de Pablo acerca de la distinción entre la sabiduría del mundo y la sabiduría de Dios tiene como objeto advertir a los corintios a no dejarse engañar fácilmente por los sabios del mundo y sus floridos y atractivos mensajes. También tiene como fin proclamar a los corintios que Dios los ama tanto, que les ha prendido el foco. Por su gracia, Dios les ha abierto los ojos, los oídos y el corazón para recibir por la fe el evangelio, la revelación de su Hijo Jesucristo para participar en su gloriosa resurrección. Por su gran amor, Dios nos ha revelado a nosotros también el misterio de su Hijo, nos ha predestinado y elegido para ser salvos del poder del pecado y de la muerte por la fe en Cristo como nuestro Salvador y Señor.
Prender el foco. Esta expresión nos da una ilustración de lo que es la revelación divina. Pablo nos dice que la sabiduría de Dios es oculta, que no se puede entender por la razón humana. Por eso el mundo no entiende su misterio. Es inaccesible. Solo Dios puede sacar a la luz lo que está oculto. La pregunta es entonces, ¿cómo nos prende Dios el foco, dándonos acceso al misterio de Cristo crucificado como nuestro Señor de gloria? Pablo nos da la respuesta en el versículo 10 de nuestro texto: Las cosas que ningún ojo ha visto «Dios nos las reveló a nosotros por medio del Espíritu, porque el Espíritu lo examina todo, aun las profundidades de Dios». Solo el Espíritu Santo, quien con el Padre y el Hijo es un solo Dios en la unidad de la Trinidad, conoce a profundidad el misterio oculto de Dios Padre y su Hijo. Solo el Espíritu de Dios «conoce las cosas de Dios», y por eso solo el Espíritu Santo puede revelar estas cosas a los seres humanos.
El Espíritu nos prende el foco, nos ilumina con la sabiduría que viene de lo alto, «para que entendamos lo que Dios nos ha dado» (v. 12). Lo hace por medio de la Palabra de Dios que proclama el apóstol, cuya predicación lleva a la fe en Cristo crucificado como el Señor de gloria no por la fuerza del apóstol mismo sino «en la demostración del Espíritu y del poder». No es el poder del predicador, sino el poder del Espíritu lo que nos revela a Cristo. Solamente el Espíritu de Dios transforma al «hombre natural» que piensa según «el espíritu del mundo» y su sabiduría en un «hombre espiritual» que discierne y juzga las cosas espiritualmente o según la sabiduría divina. O como diría el apóstol Juan, el Espíritu Santo es el Espíritu de la verdad que nos da testimonio de Cristo como la verdad que nos lleva a Dios Padre (Jn. 15:26).
En el Artículo Tercero del Catecismo Mayor, el teólogo Martín Lutero usa la imagen de un «tesoro» sepultado y escondido que debe ser desenterrado para que pueda ser recibido y «aprovechado». Este tesoro es la «obra» de Cristo, la salvación del pecado, la muerte y el diablo que él «obtuvo y conquistó para nosotros . . . con sus padecimientos, su muerte y su resurrección». La obra del Espíritu Santo es desenterrar y revelarnos este gran tesoro, que de otro modo permanecería oculto y se perdería, para que así pueda ser recibido con alegría por la fe. Sin embargo, la fe necesita una promesa para confiar en Cristo, una palabra de buena nueva, de evangelio. A través de la predicación de la Palabra, Dios envía el Espíritu Santo a nuestros corazones «para traernos y adjudicarnos tal tesoro y redención», para llevar este tesoro a casa y hacerlo nuestro.
No podemos encontrar o desenterrar el tesoro de la salvación en Cristo por nosotros mismos. Solo el Espíritu de Dios puede revelárnoslo y darnos este rico tesoro de bienes espirituales. Como diría Martín Lutero en su Catecismo Menor: «Creo que ni por mi propia razón, ni por mis propias fuerzas soy capaz de creer en Jesucristo, mi Señor, o venir a Él; sino que el Espíritu Santo me ha llamado mediante el Evangelio, me ha iluminado con sus dones, y me ha santificado y conservado en la verdadera fe. . .». La imagen del tesoro sepultado y desenterrado destaca el don del Espíritu Santo, quien por el gran amor de Dios y no por nuestros esfuerzos, nos ilumina para recibir la promesa de Dios por la fe en Cristo crucificado para nuestro bien.
Hoy damos gracias a Dios porque nos ha revelado lo que antes estaba oculto. Porque con la venida de su Hijo al mundo, el tiempo de la salvación ha llegado a nuestras vidas. Y porque por la proclamación de esta buena nueva, el Espíritu de Dios nos ha prendido el foco. ¡Ven, Espíritu Santo, y danos la sabiduría de Dios que nos lleva a la fe en Cristo! ¡Ven, Espíritu Santo, y danos la fuerza para compartir esta sabiduría con otros que aún viven en la oscuridad! Prende el foco que ilumina los corazones con la luz de Jesucristo crucificado, nuestro Señor de gloria. Amén.
Si podemos servirte de alguna otra forma, o si podemos ayudarte a encontrar una congregación cristiana en tu área, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.