PARA EL CAMINO

  • Príncipe de paz y de poder

  • diciembre 7, 2008
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Marcos 1:7
    Marcos 1, Sermons: 12

  • La llegada de la Navidad significa diferentes cosas para diferentes personas.Pero la Navidad es también celebración de la llegada del Príncipe de Paz y de Poder.

  • El Cristo que conquistó al pecado y al diablo, a la muerte y la tumba, está con nosotros. La luz de su resurrección disipa la oscuridad y nos da esperanza en este tiempo santo, y siempre. Que Dios conceda que esta esperanza viva permanezca en todos nosotros. Amén.
    Se acerca la Navidad. La llegada de la Navidad significa diferentes cosas para diferentes personas. Cuando los comerciantes miran el pesebre de Belén ven el signo de pesos, y con él la posibilidad de terminar el año con ganancias. Quienes trabajan en el correo saben que durante esta época van a tener que hacer horas extras para poder procesar y entregar toda la correspondencia y los paquetes que las personas envían con motivo de la Navidad. En las iglesias, los pastores y los voluntarios trabajan incansablemente preparando los programas de Navidad con los niños y los coros.
    Sí, se acerca la Navidad. Para algunos de ustedes será una buena excusa para salirse de la dieta, para volver a tomar, para comprar sin reparar en los gastos, o para ir a demasiadas fiestas. Para muchísimos padres, la Navidad implica escuchar a sus hijos una y otra vez pidiéndoles los juguetes que sí o sí «necesitan» tener para estar a la moda.
    Para los que trabajan en el mundo de la televisión, la Navidad implica sacar a relucir nuevamente los viejos dibujos animados que a muchos nos ponen sentimentales, y las películas tradicionales de esta época que proclaman que «la Navidad es la fiesta de la familia», o que «la Navidad es la época de dar», o que «el verdadero significado de la Navidad es tener un buen corazón».
    La Navidad es la celebración del nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios. Navidad es el tiempo en que recordamos cómo, en un establo de Belén, el Señor comenzó a cumplir una promesa que había hecho muchos siglos antes: una promesa que tenía como propósito rescatar a la humanidad del pecado, de Satanás, y de la muerte.
    La Navidad es el cumplimiento de una promesa que requirió el sacrificio del Hijo perfecto de Dios para traer luz a un mundo que estaba en tinieblas. Lo que recordamos en Navidad es el nacimiento del Salvador del mundo; la venida del Cristo para ofrecerse a sí mismo como rescate por nuestros pecados. «Les ha nacido un Salvador», eso es lo que los cristianos celebramos.
    Se acerca la Navidad. Una historia que ha sido interpretada en incontables cuadros delicadamente pintados, y descrita por poetas y músicos con notas y palabras suaves. «Noche de paz, noche de amor, todo duerme en derredor. Entre los astros que esparcen su luz, bella anunciando al niñito Jesús brilla la estrella de paz, brilla la estrella de paz.» Preste atención a la letra y notará la suavidad con que fluye.
    Se acerca la Navidad, y las tarjetas que enviamos a nuestros familiares y amigos están llenas de deseos de que haya paz en la tierra y buena voluntad entre los hombres. Para muchos de nosotros la Navidad nos traerá recuerdos de la infancia, de lugares y países que han quedado lejos, de seres queridos que ya no están más con nosotros.
    Hasta ahora hemos estado hablando de paz… de la paz que nos trae el nacimiento del Príncipe de Paz. Pero, en realidad, el tema del mensaje para este segundo domingo de Adviento es el ¡PODER!!!

    No hablo del poder del detergente para sacar las manchas de la ropa, o del poder de los antibióticos para curar las infecciones, o del poder que tiene quien gana millones al año. Estoy hablando del poder de Jesucristo. Porque Jesucristo, el Niño de Belén, es el Príncipe de Paz y de Poder.
    ¿Le sorprende que hable sobre este tema en la época de Navidad? Si le sorprende, sepa que no es el único. Es que la mayoría de las personas prefiere quedarse con la imagen del Niño Jesús envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Por eso se alarman cuando digo que la Navidad es la celebración de la llegada del Príncipe de Paz y de Poder.
    Si no me cree, vaya al río Jordán y verá al último de los profetas del Antiguo Testamento y a quien Dios eligió para preparar a las personas para la llegada del Salvador. Vaya a Jordania, y pronto oirá al mensajero que, en nombre de Dios, llama al arrepentimiento y ofrece perdón y salvación. Escuche a Juan el Bautista cuando, hablando de Jesús, dice: «Después de mí vendrá uno más poderoso que yo».
    Juan podría haber dicho «después de mí vendrá uno más amoroso que yo», sin embargo, no lo hizo, sino que usó la palabra poderoso. También podría haber dicho «uno más misericordioso que yo», pero tampoco lo hizo. O «uno más amable, o más manso, o mejor vestido que yo». Juan podría haber usado muchos atributos para describir a Jesús. Sin embargo, bajo la inspiración del Espíritu Santo, eligió la palabra poderoso. Jesucristo es el Príncipe de Paz y de Poder.
    La palabra «poder» no es precisamente la que nos viene primero a la mente cuando pensamos en Jesús, especialmente cuando imaginamos al Niño de Belén acostado en un pesebre. En mis viajes por el país muchas veces he pedido a distintas personas que describan a Jesús con una palabra. Sin importar la edad, el sexo, el grupo étnico, o la posición económica, las respuestas siempre se han repetido: Jesús fue manso, compasivo, misericordioso, comprensivo, y estuvo siempre dispuesto a perdonar. De acuerdo a las Escrituras, Jesús fue todo eso… pero también fue más. Jesús fue el Príncipe de Paz y de Poder.
    ¿En qué sentido fue Jesús el Príncipe de Poder? Cuando Herodes trató de matar al Niño recién nacido, ese Niño tuvo que depender de su madre María y de su padrastro José, quienes lo llevaron a Egipto, donde estuvo a salvo. Cuando los habitantes de Nazaret trataron de apedrearlo, Jesús no se defendió tirándoles piedras a ellos, ni convirtiendo las piedras en plumas… simplemente dio media vuelta, y se fue.
    En la mente de la mayoría de las personas, Jesús no es un Salvador poderoso. Sin embargo, cuando el diablo lo tentó en el desierto usando palabras de la Biblia, Jesús no usó ningún poder divino para vencerlo, sino que peleó y ganó la batalla también con palabras.
    Cuando Juan el Bautista fue encarcelado, Jesús no ordenó a su ejército celestial que fuera a rescatar al profeta ni se apareció en la celda de Juan rompiendo los barrotes o abriendo los candados que lo mantenían prisionero.
    Entonces, ¿en qué forma fue Jesús poderoso? Cuando fue arrestado no puso resistencia y tampoco permitió que sus amigos desenvainaran sus espadas para evitarlo. Cuando le escupieron, se dejó escupir. A quienes le pegaron en la cara no les llenó de lepra las manos. Cuando le pusieron la corona de espinas, no la transformó en una corona de piedras preciosas.
    ¿En qué forma fue poderoso Jesús? Cuando estaba colgado de la cruz y los hombres se burlaban de él, no se bajó para defenderse.
    ¿Qué quiso decir Juan cuando, al hablar de Jesús, dijo «uno más poderoso que yo»?
    Ya que nos estamos haciendo todas estas preguntas acerca del poder de Jesús en esos 33 años de su ministerio terrenal, ¿qué podemos decir del poder del Salvador aquí y ahora?
    Porque si Jesús es el Príncipe de Paz y de Poder, ¿cómo es que hace llover sobre los campos de los que no creen en él? Si Jesús es el Príncipe de Paz y de Poder, ¿por qué no deja mudos a todos los que se burlan de él? Si Jesús es todopoderoso, ¿por qué hay tantos desastres, catástrofes, tragedias y maldades… y por qué no protege a sus seguidores para que no sean lastimados o afectados por esos desastres, catástrofes, tragedias y maldades? ¿Cómo es posible que los criminales triunfen, y los cristianos fracasen? ¿Por qué los seguidores de Cristo sufren enfermedades dolorosas, problemas financieros, pobreza, hambre, desolación?
    Por todas estas y muchas otras preguntas, quienes no creen, se ríen y burlan de las personas que piensan en Jesús como Príncipe. Ellos son los que con orgullo dicen que Dios no existe, que las maravillas que nos rodean son simples accidentes, y que los billones de estrellas que iluminan los cielos se hicieron y se mantienen en su lugar por sí mismas.
    También dicen que el corazón del hombre puede bombear durante 70, 80 años o más sin fallar, pero no saben cómo es que logra descansar suficiente entre cada latido. Saben que el riñón puede filtrar las toxinas de la sangre y dejar los nutrientes, pero no saben cómo aprendió a hacerlo. Confían tanto en su falta de fe, que dicen que Dios no existe, y que Jesús no es ni Príncipe de Paz ni de Poder.
    Cuando miran al pesebre ven un niño, un niño que creció e hizo un impacto profundo en el mundo, pero nada más que eso. Y es cierto, Jesús fue humano, pero, por haber sido concebido por el Espíritu Santo, también fue el Hijo de Dios. Fue un niño, pero también fue el Niño divino enviado desde el cielo cuya venida fue tan importante, que dividió la historia de la humanidad.
    Jesús tuvo que ser niño porque, si no lo hubiera sido, no podría haber ocupado nuestro lugar y así cumplir las leyes que habíamos quebrado, ni podría haber cargado con nuestros pecados, ni cumplido los mandamientos por nosotros. Si Jesús no hubiera sido hombre, no podría haber muerto en lugar nuestro en la cruel cruz del Calvario. ¡Gracias a Dios que fue un verdadero hombre!
    Pero Jesús también fue verdadero Dios. Porque solamente un hombre que fuera Dios podía calmar la tempestad con una palabra, sanar al leproso desde la distancia, quitar al demonio de un alma poseída, y resucitar de la muerte a un niño, a una niña, y a un amigo, y entregárselos a sus familias.
    Sólo el Hijo de Dios podía perdonar a sus enemigos y, tres días después de ser puesto en una tumba prestada, romper las ataduras de la muerte y abrir el camino a la vida que habría de ser transitado por todos lo que creen en él como Salvador.
    Alégrense de que él es verdadero Dios, Príncipe de Paz y de Poder. Con el perdón que nos obtuvo al derramar su sangre, el poderoso Conquistador trae paz a los corazones doloridos y las conciencias culpables, y consuelo a los enfermos y a quienes sufren por la pérdida de un ser querido. Miren al pesebre, y verán un poder como ningún otro poder que este mundo haya visto jamás.
    Déjenme explicarles. Había una vez una niña cuyos padres se sentían miserables en su matrimonio. Habían llegado al punto en que ya no tenían nada en común, aparte del amor por su hija. Un día, mientras jugaba afuera, la niña fue atropellada por un vehículo.
    Seriamente lastimada, fue llevada de urgencia al hospital donde los doctores, después de examinarla, dijeron a los padres que no había nada que pudieran hacer para ayudarla. Como le quedaba muy poco tiempo de vida, les instaron a que aprovecharan los momentos que aún tenían para estar con ella.
    Muy silenciosamente entraron a la habitación de la niña, y cada uno se paró a un lado de la cama. Todos los sueños y esperanzas que alguna vez habían tenido fueron desapareciendo. En medio del silencio y el dolor, los ojos de la niña se abrieron, viendo las lágrimas de sus padres. Con esfuerzo levantó un brazo y lo estiró para que su padre le tomara la mano. Lo mismo hizo con el otro brazo, extendiéndolo hacia su madre. Con un esfuerzo final, acercó las manos de sus padres hasta que se juntaron.
    En una forma muy humana, lo que hizo esa niña nos muestra lo que Jesús hizo como nuestro Príncipe de Paz y de Poder. Nuestro Señor Jesús, el Niño de Belén, el Cristo de la cruz, el Salvador de la tumba vacía, fue golpeado, rechazado, burlado, castigado, y crucificado. A través de su muerte, con manos traspasadas por clavos, tomó la mano de la humanidad pecadora y la puso en la mano del Padre amoroso.
    Con su victorioso grito de muerte: «¡Consumado es!», Jesús fue capaz de hacer lo que ningún hombre o mujer jamás ha podido hacer. Ese día, a los ojos del mundo, Jesús pareció ser un hombre débil, miserable, y moribundo. Pero quienes lo conocemos y hemos visto la fuerza de su amor y el poder perfecto que tres días más tarde venció a la muerte, sabemos que estamos en la presencia del poder más grande que este mundo jamás ha visto y jamás habrá de ver. En Jesús tenemos un Salvador divino que tiene poder para romper la barrera del pecado, para restaurar las relaciones rotas entre el Creador y su creación, para reunirnos con nuestro Padre en el cielo.
    Poder que da paz. Eso es lo que Juan el Bautista sabía que Jesús iba a traer. Es por eso que, cuando el verdugo le dijo que se arrodillara para ser decapitado, Juan lo hizo sin temor. Porque tenía fe en el Príncipe de Paz y de Poder.

    Cuando Esteban, el primer mártir cristiano, vio las piedras que le tiraban para matarlo, se mantuvo fiel. Esteban conocía al Príncipe de Paz y de Poder. Lo mismo podemos decir de Pedro cuando fue crucificado en Roma. Y no piensen que ellos seguían a un Príncipe que con el correr del tiempo fue perdiendo su poder. Si piensan así, vayan a ver un funeral cristiano. Verán lágrimas y dolor por la separación, pero también verán esperanza. Vayan a visitar al prisionero condenado a cadena perpetua. Hablen con él, y él les dirá cómo Jesús lo ha librado de su pasado y le ha dado esperanza para el futuro. Vayan a los países donde los cristianos son perseguidos y las iglesias son incendiadas. Esas almas se mantienen fuertes porque conocen a Jesucristo como Salvador, y adoran al Príncipe de Paz y de Poder.
    Hace algunos años conocí a una señora cuyo esposo había fallecido recientemente, después de haber estado enfermo un largo tiempo, sufriendo mucho. De acuerdo a sus deseos, la esposa se había encargado de cuidarlo en su casa. En el funeral le dije cuánto admiraba todo lo que ella había hecho, y le pregunté: «¿Cómo lo hizo?» Me dijo que, durante la enfermedad de su esposo, los vecinos y todos los miembros de su iglesia dejaban sus luces encendidas, así cada noche en su vigilia, cuando miraba hacia fuera, ella las podía ver. Era la forma en que ellos le decían: «Estamos contigo, aún cuando no puedas vernos». Continuó diciendo: «Sabía que estaban allí; sus luces me daban fuerzas para seguir adelante».
    Es mi deseo que esta Navidad, cuando mire al pesebre, no vea solamente a un Niño, sino al Salvador, la luz del mundo. Mire al pesebre y vea al Niño cuya luz puede darle fuerzas para seguir adelante. Mire al pesebre y vea al Príncipe de Paz y de Poder. Amén.