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PARA EL CAMINO
A todos nos cuesta reconocer que hacemos cosas tontas y malas. Es por ello que nos aferramos a la idea de que estamos haciendo bien las cosas, y que nadie tiene el derecho de decirnos lo que debemos hacer. Pero, ¿será que las cosas son tanto así?
Cuando se cuenta una historia, se debe tener cuidado. Por ejemplo, la historia que voy a compartir con ustedes data de la Edad Media, pero aún así, quien la escucha debe tener cuidado para no terminar creyendo en ideas equivocadas, de las cuales esta historia tiene varias. La historia trata acerca de una señora que es expulsada del cielo. Cuando esa señora está saliendo del cielo por sus preciosas puertas hacia el exilio, una voz le dice que, si logra descubrir lo más valioso que hay en la tierra para Dios, la dejarán entrar nuevamente.
¿Cuáles son las ideas falsas que esta historia puede hacernos creer? En primer lugar, una vez que Jesús lleva al cielo a uno de sus seguidores, es para siempre. Segundo, la Biblia es bien clara: a los pecadores se les permite entrar en el cielo no porque hayan hecho determinadas cosas, sino porque fueron limpiados de sus pecados con la sangre de Jesús, y bendecidos por el Espíritu Santo con fe en el Salvador crucificado y resucitado.
La historia continúa con esa señora deambulando por la tierra, buscando y preguntando: «¿Qué es lo que Dios más quiere?» Estaba completamente segura de haber encontrado lo que tanto buscaba cuando vio a un cristiano que estaba a punto de ser ejecutado por un monarca pagano. Con increíble coraje, el hombre confesó públicamente su fe en el Señor, y dijo que prefería ser torturado y morir, antes que negar a su Salvador. Sus palabras fueron proféticas, ya que fue decapitado esa misma tarde. Después que el anfiteatro quedara vacío, nuestra señora se las arregló para obtener unos granos de arena -arena valiosa, pues estaba manchada con la sangre del mártir. Muy contenta con lo que había encontrado se fue al cielo… pero no la dejaron entrar. La sangre del mártir era muy valiosa para el Señor, pero no era eso lo que Dios más quería.
De mala gana, la señora regresó a la tierra y reinició su búsqueda. Esta vez descubrió las monedas que una viuda muy pobre había dado a los necesitados. Pero tampoco era eso. Luego llevó las páginas gastadas de una Biblia que había sido usada por un ministro fiel. Otra vez fue el polvo de los zapatos que fueran usados por un misionero en tierras lejanas. Con cada descubrimiento que hacía, se decía: «Esto tiene que ser lo que Dios más quiere.» Pero cada vez se equivocaba. Parecía que su búsqueda no acabaría jamás.
Pero un día ella vio a un niño jugando con su hermanita cerca de una fuente. No tenía nada de especial ni lo que jugaban ni ellos, pero de pronto apareció un hombre a caballo yendo a todo galope. Si no hubiera sido por el acto valiente del niño, quien arriesgó su propia vida para quitar a su hermanita del camino, la niña hubiera sido aplastada. El hombre se inclinó para beber de la fuente y vio el reflejo de su rostro, endurecido por pecados pasados y presentes. Agobiado por el peso de sus culpas, el hombre lloró de arrepentimiento. La mujer de nuestra historia tomó una de sus lágrimas, y rápidamente la llevó al cielo. Al llegar al cielo con esa lágrima de arrepentimiento, lo que el Señor más desea, las puertas se le abrieron de par en par.
Arrepentimiento. El Señor trae a un hombre solitario cuya voz poderosa urge a un mundo pecador al arrepentimiento. Sus padres lo llamaron «Juan», pero el mundo lo ha conocido siempre como «el Bautista», el predecesor del Salvador prometido. El Bautista vino a anunciar al hijo de Dios que estaba destinado a dar su vida para el perdón y redención de la humanidad. Hijo de una familia religiosa, Juan pudo haberse vestido con las más finas ropas, pudo haber comido delicias, y pudo haber servido al Señor en su templo. Pero ese no era el plan de Dios. El Señor lo había escogido desde antes de su concepción para que fuera su profeta, su primer profeta legítimo en más de 400 años. En su rol de profeta, Juan no iba a decirles a las personas lo que querían escuchar, sino lo que necesitaban escuchar.
En el tercer capítulo de su Evangelio, Lucas, que es médico, nos dice que la palabra de Dios vino a Juan, quien empezó a predicar «el bautismo de arrepentimiento para el perdón de pecados.» Arrepentimiento. Hace años, cuando mis hijas eran pequeñas, una de ellas había hecho algo malo. Su mamá la había puesto en penitencia en su cuarto hasta que, con corazón arrepentido, dijera que lo «sentía». Estaba por entrar en su cuarto para confirmar que estaba cumpliendo su penitencia, cuando escuché al hermano mayor darle este consejo: ‘sólo debes decir que lo sientes; no tiene por qué ser verdad.» Esa no era la clase de arrepentimiento a la que Juan se refería.
El Bautista tampoco hablaba de arrepentimiento a medias. Como ya avergoncé a una de mis hijas, debo hacer lo mismo con la otra. Diferente hija, misma situación. Esta también se había portado mal y había sido enviada a su cuarto, de donde sólo podría salir a unirse al resto de la familia después de arrepentirse y decir que lo sentía. Luego de más de quince minutos, oímos que se abría la puerta de su dormitorio. «¿Y? le pregunté, ¿te has arrepentido como para poder salir del cuarto?» A lo que ella, con voz muy directa y dulce, respondió: «No, papi, pero estoy suficientemente arrepentida como para abrir la puerta.»
Arrepentimiento a medias tampoco es lo que Juan estaba pidiendo. El Bautista no hablaba de hacer una afinación, un cambio de aceite, o una rotación de neumáticos. Juan sabía, porque el Espíritu Santo así se lo había dicho, que los hombres no necesitaban cambios pequeños o ajustes menores, sino que, si querían estar prontos para la llegada del Cristo, debían admitir que necesitaban a un Salvador. Pero antes de poder admitir que necesitaban un Salvador, tenían que confesar que eran pecadores, y esa clase de confesión sólo podría venir de un corazón arrepentido dado por el Espíritu Santo.
La tarea encomendada a Juan era muy grande, y el tiempo que tenía para cumplirla era muy poco. Por eso es que no podía suavizar sus palabras ni andarse con rodeos. Usando palabras que nunca he escuchado decir a un pastor de estos días, el Bautista dijo cosas como: «¡Camada de víboras! ¿Quién les dijo que podrán escapar del castigo que se acerca? Produzcan frutos que demuestren arrepentimiento» (Mateo 3:7-8). «No se pongan a pensar: tenemos a Abraham por padre. Porque les digo que aun de estas piedras Dios es capaz de darle hijos a Abraham» (Lucas 3:8).
Aparentemente, el mensaje de Juan logró llegar a algunas personas quienes, al dar una mirada seria a sus corazones y a las cosas que pensaban y decían, de pronto se dieron cuenta de la situación en que se encontraban. Al no sentirse seguros de que podrían llegar al cielo por sí mismos, comenzaron a preguntarse: ‘¿Qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer?’, a lo que Juan contestó diciéndoles que dejaran de pensar en ellos mismos y que no se preocuparan por acumular cosas materiales, sino que compartieran lo que tenían con los demás.
Dado que en los próximas días vamos a estar buscando y eligiendo los regalos perfectos para dar a nuestros seres queridos en la Navidad, les propongo que, en lugar de hacerlo por costumbre, o porque es lo que se espera, o por obligación, lo hagamos en respuesta a los regalos que Dios nos ha dado. Hagámoslo como reconocimiento de que nuestro Padre celestial dio a su único Hijo por nosotros. Dios envió a su Hijo a nuestro mundo para que cumpliera con su ley viviendo la vida perfecta que nosotros no podíamos vivir, para que cargara con la culpa que nosotros debíamos cargar por nuestros pecados, para que muriera la muerte que nosotros debíamos morir, y para que resucitara por nosotros. Jesús es el regalo grandioso de Dios que nos ofrece perdón y esperanza.
Pero las sugerencias de Juan para una vida de arrepentimiento no terminaron allí. Para sorpresa de ellos, cuando los cobradores de impuestos le preguntaron: ‘¿Qué debemos hacer?’, Juan no les dijo que dejaran sus trabajos y buscaran una nueva forma de vida. En lugar de incrementar los porcentajes de desempleo, Juan dijo: ‘Miren, ustedes ya tienen una muy mala reputación pues son amigos de los romanos, que son los opresores de este país… y, como si eso fuera poco, se han enriquecido a costa de guardarse el dinero que reciben de cobrar impuestos. Es hora de que se vuelvan honestos. Cumplan con su trabajo, pero cobren solamente lo que es correcto, y no estafen a las personas.’
Cuando algunos soldados le preguntaron: ‘Bautista, ¿qué debemos hacer nosotros?’, el Bautista fue directo al grano con su respuesta. No les pidió que dejaran de ser soldados y se convirtieran en panaderos o fabricantes de velas (sin duda muchos habrían preferido que Juan les dijera eso). No, Juan los animó a que se conformaran con su paga y que dejaran de intimidar a las personas a quienes se suponía debían proteger. También les dijo que recordaran que, aun cuando eran más fuertes que la gente a su alrededor, Dios era mucho más fuerte que ellos. El Bautista advirtió: ‘¡Arrepiéntanse! Dejen de estar molestando, porque quizás un día reciban de su propia medicina. ¡Arrepiéntanse! Dejen de estar molestando, porque el Salvador está viniendo para perdonar y salvar sus almas de la condenación que merecen.’
Me pregunto cómo sería recibido el mensaje del Bautista en estos días. Seguramente, los medios de comunicación le darían cobertura. Vestido en pieles de camello, sería aplaudido por la industria de la moda, y envilecido por quienes consideran a los animales tan sagrados como a los humanos. Su dieta de saltamontes y miel silvestre acarrearía algún criticismo y condenación. Pero, ¿será que alguien prestaría atención a su mensaje de arrepentimiento? Si lo pasaran por la radio o la televisión, seguramente serían muy pocas las personas que no cambiarían de canal.
Hoy en día, los predicadores más populares son los que no mencionan el pecado original, el pecado en sí, y nuestra necesidad de arrepentimiento. Ellos no hablan de un Salvador, porque no quieren hablar del pecado. No, muchos de los predicadores de hoy en día no tendrían a Juan como invitado en sus programas. Demasiado imprevisible, demasiado vehemente, demasiado insistente, y con una sola causa en mente. La idea del Bautista acerca de un corazón arrepentido no deja mucho espacio a quienes creen que Dios no es más que un libro de deseos para Navidad. La enseñanza del Bautista en la necesidad de arrepentimiento no encaja con quienes dicen que estamos bien así como estamos.
La verdad es que vivimos en un tiempo en que las personas no quieren reconocer que pecan, que hacen cosas tontas y malas, y que, si alguien pudiera ver nuestros corazones no podría creer lo que ve. No importa si la corrupción está fuera de control; si el escándalo prevalece en todo; si la perversión prospera, la familia se hunde, y las cosas van de mal en peor. A pesar de los hechos, a pesar de la Biblia y de nuestras propias conciencias, aún nos aferramos a la idea de que estamos haciendo bien las cosas. Además, nadie tiene el derecho de decirme lo que debo hacer… especialmente cuando se trata del arrepentimiento. El arrepentimiento es algo que sólo se ve bien en el débil y desamparado.
Si eso es lo que usted cree, entonces, como Juan, le puedo decir esto: Jesús no vino a este mundo a vivir por quienes les iba muy bien. No había razón para que el Hijo inocente de Dios fuera golpeado por quienes se creen auto suficientes; no tenía sentido que él muriera y resucitara por quienes por sí mismos, y sin su ayuda, se ocuparían del pecado, la muerte, y el demonio. No, Jesús vino a curar a quienes estaban enfermos, a ser el camino para los que estaban perdidos, a ser la verdad para los que estaban confundidos, y la puerta para los que habían sido rechazados. Jesús vino para salvar las almas pecadoras de todo lo que es malo. Jesús vino a salvar pecadores, a crear corazones nuevos, a limpiar conciencias, y hacer un cambio en nuestras vidas. Eso es lo que el Hijo de Dios hace con un corazón que está arrepentido: lo cambia.
Hace algún tiempo leí acerca de una pareja de mediana edad que acertó los seis números ganadores de la lotería, ganando un premio muy grande. Cuando la prensa los entrevistó, dijeron que el dinero era bueno, pero que no cambiaría nada en ellos ni en su modo de vida. Su afirmación parecía tan firme, que el periódico regresó al año siguiente para ver si la pareja había mantenido su palabra. Y así fue, con el dinero en el banco, la pareja estaba viviendo de la misma forma que siempre lo había hecho: la misma casa, los mismos trabajos, y los mismos autos de antes. La única diferencia fue que, en vez de ir de vacaciones donde siempre iban, se habían ido al extranjero. Cada vez que cuento esta historia, hay alguien que dice: ‘¡Qué lindo sería poder vivir tan conforme como esa pareja!’
Personalmente, pienso que es muy triste. Esa pareja lo tiene todo, pero vive como si no tuviera nada. Lo mismo sucede con muchas personas que escuchan este programa. Han recibido muchísimas y muy grandes bendiciones, pero actúan como si no las necesitaran.
Jesús vino a este mundo a buscar y salvar pecadores, a cambiar las vidas que están perdidas. Jesús vivió, murió, y resucitó para que todo el que cree en él pueda ser redimido, renovado y restaurado. No se engañe diciendo que no lo necesita, que usted se las arregla bien por sí mismo. El Bautista sabe que no es cierto, usted lo sabe, yo lo sé, y, lo más importante de todo, Dios lo sabe. Es por eso que Jesús está aquí hoy… Él es el gran regalo de Dios para usted. Ese es el mensaje del Bautista: arrepiéntase y crea en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Amén.
Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones.