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PARA EL CAMINO
La muerte de Jesucristo en la cruz pagó el precio de nuestros pecados y nos reconcilió con Dios el Padre. Su resurrección nos asegura que podemos confiar en su promesa: «Porque yo vivo, ustedes también vivirán».
Entre las ciudades de Chicago y Springfield hay un pequeño pueblo llamado Herscher. Así es como ese pueblo se describe a sí mismo en su página web: «¡Lo mejor de un pequeño pueblo americano!» Parece mentira que tan pocas palabras representen miles de hectáreas y de personas. Sin embargo, así es: simple y sin vueltas, como el mismo pueblo, donde no existen los semáforos y donde se saluda a todas las personas con una sonrisa, aun cuando no se las conozca. ¿Cómo lo sé? Porque en el mes de abril tuve la oportunidad de predicar en la celebración del centenario de la Iglesia Luterana Trinity en Herscher que, dicho sea de paso, fue una gran celebración.
Para prepararme le había pedido al pastor que me contara un poco la historia de la congregación, por lo que me enviaron un documento que resumía los acontecimientos (tanto los buenos como los no tan buenos) ocurridos durante esos cien años. Hablaba de los primeros fundadores, en su mayoría granjeros alemanes que se habían juntado para construir una iglesia para sus familias. Hablaba de los pastores y los maestros que en ella habían servido y de sus innumerables reuniones, y también de cuando se creó la liga de damas. Contaba cómo hicieron para construir el primer templo con sólo un poco más de $9.000 dólares. Con gran admiración mencionaba a un maestro que durante 54 años había enseñado en la escuela dominical, y también que el primer picnic de la congregación se había llevado a cabo en el año 1911.
Pero de pronto, el tono con que estaba siendo contada la historia cambió abruptamente, cuando quien escribía pasó a contar una historia del año 1912. Ese año, William Dickman y su esposa donaron un campo para que la iglesia pudiera establecer allí su cementerio. Pero para que así fuera, Bill sabía que primero el campo debía ser cercado y bendecido por el pastor, por lo que se ofreció a hacerlo con la ayuda de sus hijos. Con la cercanía de la primavera la tierra finalmente se descongeló, por lo que toda persona que pasaba por ese campo podía ver a Bill y a su hijo Herman de 12 años poniendo la cerca alrededor del cementerio. Es muy probable que en algún momento el hijo le haya dicho al padre algo así como: ‘Me pregunto quién será el primero en ser enterrado en este cementerio». La historia continúa diciendo que ese año, Herman y su hermano George, de 15 años, contrajeron fiebre escarlatina y murieron. Ellos fueron los primeros en ser enterrados en el nuevo cementerio: Herman en Octubre, y George en Noviembre de 1912.
En los 100 años que han pasado desde que esa iglesia fue fundada, han sucedido muchas cosas en este mundo triste y pecador. Estados Unidos peleó en la guerra que iba a terminar con todas las guerras, y luego peleó en una guerra mundial que fue peor que esa guerra. Hemos visto la subida y la caída del partido Nazi; hemos visto la subida y la caída del comunismo, la subida y la caída de innumerables dictadores y déspotas. Hemos pasado por depresiones, recesiones, inflaciones, y crisis económicas agudas. Hemos visto el surgimiento de grupos que defienden los derechos de los animales, y también hemos visto a la justicia quitarle el derecho a nacer a quienes aún no han nacido.
Un siglo es mucho tiempo, y los cristianos que adoran en la Iglesia Luterana Trinity en Herscher han visto muchas cosas. Sin embargo, cuando tuvieron que decidir qué cosas eran tan importantes como para que quedaran escritas en los anales de su historia, una de las primeras en la lista fue la muerte de un jovencito de 12 años.
Cuando servía como pastor, en la mayoría de mis congregaciones después de un sepelio se servía un almuerzo para los familiares y amigos. Era algo natural y cristiano que se hacía para de alguna forma apoyar a quienes estaban sufriendo. Las personas encargadas de preparar la comida siempre venían a preguntarme: ‘Pastor, ¿cuánta gente cree que va a venir?’ Y yo sólo podía especular. Si la familia era grande, por lo general iba mucha gente. Si la persona fallecida era muy anciana, por lo general iba poca gente. Pero había dos tipos de funerales a los cuales siempre iba mucha gente.
El primero era cuando se trataba de un servidor público, como un bombero o policía. Si era alguien que ya se había jubilado, iban representantes de los departamentos locales de bomberos o policía, quienes con gran respeto hacían vigilia al lado del féretro. Pero si la persona había muerto mientras desempeñaba su labor, ya fuera en un incendio o a causa de un crimen, la cantidad de personas que aparecía era increíble. Los departamentos de policía y de bomberos de las ciudades vecinas iban en pleno; ya en camino al cementerio, el cortejo fúnebre era precedido por policías en motos que cortaban el paso al resto del tráfico; en el cementerio sonaba música de gaita y la guardia de honor hacía un disparo, y el pastor tenía que gritar para que los cientos de personas presentes pudieran escucharlo.
El segundo tipo de funeral para el cual también se sabía que iba a ir mucha gente, era cuando moría un niño o joven. Y ahí ya ni siquiera importaba cómo hubiera muerto. La muerte de un niño simplemente no estaba bien. Los niños deben correr y reírse y lastimarse las rodillas, pero no morir. A los abuelos que han visto la vida y que han vivido una cierta cantidad de años, se les permite morir. Es cierto que se los va a llorar y extrañar, pero comprendemos que la muerte es parte de la vida, y sabemos que el tiempo va a ir aplacando el dolor. Pero un niño… no está bien que un niño se muera; ningún niño, y bajo ninguna circunstancia.
Es por ello que, cuando un niño muere, todo el mundo va a su funeral a acompañar a los deudos en su tremendo dolor. Y así fue hace dos mil años. Lucas, el escritor del Evangelio, dice: «Poco después Jesús, en compañía de sus discípulos y de una gran multitud, se dirigió a un pueblo llamado Naín. Cuando ya se acercaba a las puertas del pueblo, vio que sacaban de allí a un muerto, hijo único de madre viuda. La acompañaba un grupo grande de la población». ¿Escuchó esta última parte? «La acompañaba un grupo grande de la población.» Algunas cosas nunca cambian, ¿no es cierto?
Aquí tenemos a una mujer acostumbrada a sufrir. Ya había perdido a su marido, y ahora su hijo, su único hijo, estaba muerto. ¿Había muerto a causa de una enfermedad, o en un accidente, o lo habían asesinado? No lo sabemos, como tampoco sabemos su nombre, o el nombre de su madre. Lo que sí sabemos es que ese joven, que hasta hacía pocas horas había sido la esperanza, el orgullo, la alegría y el centro de la vida de su madre, ya no lo era más. Ahora ella tenía la responsabilidad y la obligación de caminar detrás del cuerpo de su hijo en la procesión fúnebre que lo llevaría al cementerio fuera de la ciudad, donde enterraría para siempre sus sueños y esperanzas de lo que podría haber sido, pero que ya nunca sería.
Habría que tener muchísima fe para decir que lo que sucedió a continuación fue un simple accidente del destino. Dos grupos se encontraron ese día en las afueras de la ciudad de Naín. Un grupo iba triste, silencioso, y afligido; el otro iba alegre, hablando y riendo fuerte. Las lágrimas en los ojos de la viuda probablemente no le permitieron siquiera ver el rostro de Jesús. Pero no importaba, porque Jesús sí la vio a ella. En realidad, el Hijo de Dios ya había visto el dolor de esa madre, y por eso había ido a su encuentro. El Evangelio de Lucas dice: «Al verla, el Señor se compadeció de ella…» Compasión. Estoy seguro que cualquier persona sentiría compasión por una madre que ha perdido a su hijo. Pero no estoy tan seguro que muchos de nosotros haríamos lo que Jesús hizo. El Evangelio sigue diciendo: «… se compadeció de ella y le dijo: No llores».
Para nosotros es fácil entender estas palabras de Jesús, porque sabemos el resto de la historia, y sabemos que quien le dijo eso fue Jesús. Pero esa madre no lo sabía. Y las personas que cargaban el cuerpo muerto del joven no lo sabían, como tampoco lo sabían las personas de la población que iban en la procesión fúnebre. Todo lo que ellos sabían era que alguien estaba interrumpiendo su funeral, y diciéndole a la madre del muerto que no llorara. ¿Que no llorara? Pero si llorar es lo que todo el mundo hace en un funeral, especialmente en el funeral de un hijo. Imagínense lo que debe haber pasado por la mente de esas personas… «¡Cómo se le ocurre decirle a la madre algo así! ¡Qué cruel! ¡Quién se cree que es para hablar así!» Y eso no es todo. Porque después se acercó a la camilla en que llevaban el cuerpo del joven, haciendo que toda la procesión tuviera que detenerse.
¿Cómo se sentiría usted si le pasara algo así, si cuando está saliendo para el cementerio a enterrar a su ser querido, un extraño se le aparece y le dice: ‘No esté triste, no llore’? ¿Cómo se sentiría usted si ese extraño parara la procesión fúnebre para tocar el ataúd de su hijo o hija? Como pastor he ido al frente de muchas procesiones fúnebres, y le puedo asegurar que a mí no me hubiera hecho ninguna gracia que alguien interrumpiera una de ellas. Es más, si alguien lo hubiera hecho, lo habría hecho sacar del medio inmediatamente.
Y eso es lo que seguramente hubiera sucedido con Jesús en esta historia, si les hubiera dado tiempo. Pero no fue así. Antes que nadie pudiera reaccionar, Jesús le dijo al joven: «Joven, ¡te ordeno que te levantes!» Y el relato del Evangelio continúa diciendo: «El muerto se incorporó y comenzó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre».
Me pregunto: ¿cuál habrá sido la primera reacción de la madre? ¿Le habrá hablado primero a su hijo, o a Jesús? Y si le habló a Jesús, ¿qué le dijo? ¿Qué se le dice a quien le ha devuelto la vida a nuestro hijo muerto? «Muchas gracias», o «has sido muy amable», o «mi vecino también perdió a su hijo, ¿podrías resucitarlo también a él?» ¿Qué se le dice a quien le ha devuelto la vida a nuestro hijo, o nieto, o sobrino u otro ser querido? ¿Cómo podemos siquiera comenzar a pagarle a quien ha hecho algo así? ¿Qué se le ocurre? Yo he pensado y pensado, pero todo lo que se me ha ocurrido ni siquiera hace mella en la deuda que tenemos con quien ha devuelto a nuestros hijos de la muerte. Y si en este momento usted está pensando que ése no es su caso porque a usted no se le murió ningún hijo o sobrino o nieto, permítame que le explique. Jesucristo, el Hijo de Dios, nuestro Salvador, rescató de la muerte que trae el pecado, dándoles vida eterna, a todos los hijos, sobrinos, nietos y cada niño que cree en él como su Señor y Salvador. Para que nuestros hijos pudieran vivir, el Hijo de Dios tuvo que morir. Para que nuestros hijos pudieran vivir, Jesús nació en Belén y vivió su vida haciendo milagros, cumpliendo las profecías que sobre él se habían escrito, tratando de explicarles a las personas cuánto las amaba el Padre celestial. Para que nuestros hijos pudieran vivir, Jesús permitió que lo arrestaran y que le hicieran un juicio totalmente injusto. Para que nuestros hijos pudieran vivir, él cargó con todos nuestros pecados mientras fue torturado y golpeado, mientras la gente le escupía en el rostro y le ponía una corona de espinas en la cabeza. Para que nuestros hijos pudieran vivir, Jesús permitió que los soldados romanos le atravesaran las manos y los pies con clavos y lo colgaran de una cruz. ¡Sí, Jesús, el Hijo de Dios, pagó el precio que el Padre exigía para que nuestros hijos pudieran vivir!
En los Evangelios se nos dice que, durante su ministerio, Jesús se encontró con tres funerales: el joven de Naín, la hija de Jairo, y su amigo Lázaro. Dos de ellos eran niños y el otro era un adulto, pero los tres estaban muertos. La hija de Jairo había muerto hacía sólo unos minutos, el joven de Naín hacía unas horas, y Lázaro había estado muerto durante unos días. La única diferencia, entonces, era el tiempo que hacía que estaban muertos. Pero, en todos los casos, Jesús intervino y venció a la muerte.
Y lo mismo va a hacer Jesús por los seres queridos que se han ido antes que nosotros. En realidad, ya lo ha hecho, aunque usted no lo pueda ver. Quiero que sepa lo siguiente: Jesús va a volver, y cuando lo haga, va a duplicar muchas veces los resultados de la resurrección del joven de Naín en una manera mucho más grandiosa de lo que nadie se pueda siquiera imaginar. Jesús va a volver a traer vida resucitada a quienes han muerto en su nombre, así como lo hizo con el joven de Naín y con la hija de Jairo. La única diferencia entre esas historias y la suya, es el tiempo. Jesús va a volver y, cuando lo haga, habrá vida, risas y alegría. Eso es lo que él ha prometido… y es lo que él va a hacer. Jesús va a volver. Es sólo cuestión de tiempo.
Si en este ‘entre tiempo’ podemos ayudarle a conectarse o a conocer más a ese Jesús que venció a la muerte con su muerte para que nosotros podamos tener vida, comuníquese en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.