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PARA EL CAMINO
Qué esperas de Jesús? ¿Te parece que en medio de situaciones difíciles Jesús te ve, pero pasa de largo? Jesús no vino al mundo para pasar de largo a nadie, sino para acompañarte y ayudarte en las tormentas. Jesús te sigue diciendo hoy: «¡Ánimo! ¡Soy yo! ¡No tengas miedo!»
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.
¿Y si en vez de haber venido dos mil años atrás Jesús hubiera venido en nuestro tiempo? Imagina que anda por ahí, caminando por tu barrio, te llama para que lo sigas, y tú lo sigues junto con otros amigos y hermanos tuyos. Todavía no entiendes bien qué es lo que pasa. Ves que Jesús es muy diferente a otros maestros y te ha mostrado poderes sobrenaturales, como esa noche cuando tú y tus compañeros estaban aterrados a punto de morir ahogados y Jesús calmó el viento y las olas produciendo una calma extraordinaria. Te gustó esa calma, te tranquilizó. Pero te preguntaste: «¿Quién es este, que hasta el viento y las aguas le obedecen?» «¿Quién es este Jesús?»
Unos días más tarde Jesús, tú y los demás compañeros van al estadio de la ciudad, donde los esperan más de diez mil personas. Jesús le enseña a la multitud sobre el reino de Dios. Ustedes, los discípulos, se dan cuenta que pasaron tantas horas, que la multitud no podrá volver a casa sin comer. Pero lo único que ustedes tienen es lo que compraron en los quioscos de comida: unas pocas hamburguesas y algunas porciones de papas fritas. Cuando lo miran, se preguntan: ¿qué es esto para tantas personas? Pero Jesús les pide que distribuyan esa comida entre todas las personas presentes, y ustedes obedecen. Y después de que todos comieron y quedaron satisfechos, ¡todavía sobró suficiente para alimentar a muchas personas más! ¿Qué pasó por tu mente cuando viste esto?
Vamos a volver a los tiempos reales de Jesús. ¿Qué habrá pasado por la mente de los discípulos cuando, después de semejante milagro de alimentar a una multitud con cinco panes y dos pescados, él les pide que naveguen rumbo a Betsaida? Jesús se queda para despedir a la multitud en una muestra de amoroso cuidado pastoral. Jesús no se va con los discípulos, no quiere dar la sensación de abandonar a sus oyentes. Luego, cuando se queda solo, en vez de ir en busca de sus discípulos se va al monte a orar. Y ahí se le va el tiempo y comienza a amanecer. Entonces decide reunirse con los suyos. Si los discípulos pensaron que ya lo habían visto todo, estaban equivocados. De Jesús se pueden esperar muchas más sorpresas.
Me gusta ver cómo Dios tiene tantos recursos para obrar, recursos que a nosotros ni se nos pasan por la mente. ¿Caminar sobre el agua enfrentando vientos fuertes? La falta de un bote para navegar no impide a Jesús llegar a los suyos. Los discípulos reman, batallando con el viento en contra, para llegar a Betsaida. Ni siquiera saben para qué van a esa ciudad gentil. Tampoco saben cuándo y cómo se encontrarán nuevamente con Jesús. Admiro esto de ellos: que, sin entender mucho, o nada, obedecen a su Maestro.
Observemos la situación de cerca: el evangelista Marcos dice que los discípulos están en el medio del lago. Es de noche. El viento no da tregua. Jesús, quien los salvó la noche de la gran tormenta cuando calmó los vientos y las olas solamente con su palabra, ahora no está presente. Y aunque algunos de ellos son marinos experimentados, hubieran preferido estar durmiendo en tierra firme en lugar de estar batallando con la naturaleza. Pero no se trata de lo que ellos prefieren, sino de los planes que Dios tiene con ellos.
El milagro que Jesús hizo la tarde de ese día, de alimentar con cinco panes y dos pescados a miles de personas, todavía no había causado el impacto esperado. Tenemos que considerar que Jesús, con cada milagro, tenía más de un propósito. Por un lado, hacía un milagro para ayudar a las personas, sea sanando o alimentando o expulsando un demonio. En segundo lugar —y este era el propósito principal— era demostrar que él venía directamente de Dios, que él no era como uno de los antiguos profetas, sino como uno que descendió del cielo para hacerse hombre, profeta y salvador. Con cada milagro Jesús quería demostrar que Dios quiere el bien de sus criaturas, y no solo el bien temporal, sino, y sobre todo, el bien eterno. El gran milagro de su resurrección está cerca. Con ese milagro, todas las personas del mundo son afectadas para bien. Lamentablemente, muchos no han entendido todavía eso de la resurrección o el perdón de los pecados, y por no entender no podrán ser afectados eternamente para estar con Dios para siempre. Así estaban los discípulos en ese momento. El evangelista Marcos termina este relato diciendo que el corazón de los discípulos estaba endurecido «y aún no habían entendido lo de los panes».
¿Estaban ciegos los discípulos que no pudieron ver la grandeza del milagro de los panes? O tal vez querían estar ciegos. «No hay peor ciego que el que no quiere ver», dice un antiguo refrán. Tal vez habían endurecido el corazón porque Jesús no hacía las cosas a su manera. Si no habían entendido lo de los panes, es muy posible que tampoco hayan entendido otros milagros y enseñanzas de Jesús. Ellos tenían en la mente, como la mayoría del pueblo de Israel, que el Mesías guiaría al pueblo a desprenderse de los romanos. Con eso ya estarían satisfechos, porque podrían recibir su libertad y disfrutar de sus riquezas en lugar de entregárselas a sus opresores. ¡Y Jesús tenía todas las cualidades para ser ese Mesías! ¿Por qué perdía el tiempo alimentando gente? ¿Por qué no reclutar guerreros? Poco se dieron cuenta los discípulos que ellos eran los guerreros reclutados y que las tormentas en el mar eran su entrenamiento para luchar con las armas de Dios contra huestes demoníacas, muchas más poderosas y destructoras que las fuerzas romanas. Así le dice el apóstol San Pablo a los cristianos de Éfeso: «La batalla que libramos no es contra gente de carne y hueso, sino contra principados y potestades, contra los que gobiernan las tinieblas de este mundo, ¡contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes!» (Efesios 6:12). Jesús sabía muy bien con quiénes se enfrentarían sus discípulos, por eso les dedicó tiempo de entrenamiento.
Jesús mismo luchó contra los poderes malignos. Él vivió en carne propia las tentaciones del diablo y sus continuos ataques mientras estuvo en la tierra. Pero, en esa lucha, en la batalla final, a vida o muerte, Jesús tuvo la oportunidad de vencer al maligno y a condenarlo para siempre en el infierno. Es otra vez el apóstol Pablo quien escribe en su carta a los Colosenses: «[Cristo] desarmó… a los poderes y las potestades, y los exhibió públicamente al triunfar sobre ellos en la cruz» (Colosenses 2:15).
Entonces, ya al amanecer de un nuevo día, con las fuerzas diezmadas por luchar contra el viento en el medio del mar, los discípulos vieron… «¡Un fantasma!», y se asustaron. Un fantasma es algo sobrenatural que se aparece en medio del mar cuando todavía está un poco oscuro. Es natural asustarse por lo sobrenatural, lo desconocido. Pero esta vez no es un fantasma, sino el mismo Jesús, el que los había salvado de ahogarse en una tormenta, y el que había alimentado a miles de personas con cinco panes y dos pescados. Es ese Jesús el que ahora venía caminando como si nada por el agua. Primero hizo como que iba a pasar de largo. No creo que Jesús estuviera disfrutando ver a los discípulos con miedo. De lo que sí estoy seguro es que disfrutó poder hablarles con su voz tranquilizadora: «¡Ánimo! ¡Soy yo! ¡No tengan miedo!» y se metió en el bote con ellos y el viento se calmó.
Si los discípulos estaban frustrados con Jesús mientras remaban contra el viento, ahora, en la calma, están asombrados. Si yo hubiera sido uno de los discípulos tal vez me hubiera preguntado: «¿Qué más puedo esperar de Jesús?» ¡Porque cada día es de sorpresas y asombro!
¿Qué esperas de Jesús? ¿Estás frustrado con él porque él no promueve tus planes? ¿Te parece que en medio de situaciones difíciles Jesús te ve, pero pasa de largo? Pues bien, puedo asegurarte de que Jesús no vino al mundo para pasar a nadie de largo, sino para meterse en su vida así como se metió en el bote para calmar los ánimos y las tormentas. Jesús te sigue diciendo hoy: «¡Ánimo! ¡Soy yo! ¡No tengas miedo!»
Cuando Jesús caminó por este mundo se encontró con una cruz. No la pasó de largo, sino que se dejó colgar de ella con el solo propósito de que esa cruz no nos matara a nosotros y nos encerrara para siempre en el infierno. Esa cruz donde Jesús fue colgado era el castigo por nuestros pecados. En su amor, Jesús ocupó nuestro lugar. Nosotros somos los pecadores, él es el santo. Nosotros salimos libres del castigo, él es colgado de la cruz. Este es el duro camino que Dios eligió para mostrarnos su amor y para reconciliarnos con él para siempre. Pero la cruz no pudo con Jesús para siempre. Su muerte temporal y su resurrección nos ofrecen a nosotros el perdón y la resurrección para vida eterna. ¡Ese es un milagro que necesitamos creer!
El Jesús que calmó la tormenta, que alimentó a la multitud con cinco panes y dos pescados, que caminó sobre el agua, que tranquilizó y animó a sus discípulos, que murió en una cruz y resucitó victorioso al tercer día viene a ti y te dice: «¡Ánimo! ¡Soy yo! ¡No tengas miedo!»
Estimado oyente, si necesitas escuchar más claramente a Jesús y su amor por ti, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.