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PARA EL CAMINO
¿Qué te tocó de la herencia de Dios? Sin que nos merezcamos nada, Dios nos lavó con la sangre de Cristo para que podamos ser sus hijos dignos de estar en su presencia, nos dio la paz que puede cantar en el dolor y que tiene esperanza a pesar de las lágrimas, nos llenó de compasión hacia nuestro prójimo, y nos dio valor para que no dejemos caer los brazos en nuestro compromiso cristiano.
Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
El tío Pancho murió un día cualquiera sin previo aviso. Era un tío muy rico y muy conocido por algunos miembros de su familia. Otros, sin embargo, apenas habían escuchado de él. Aunque familia numerosa, todos fueron llamados a presentarse ante el juez para oír la última voluntad del tío Pancho. Algunos fueron ansiosos a la cita, esperando que el tío se hubiera acordado de ellos con generosidad. Otros lo hicieron por el compromiso que conlleva la última voluntad de un muerto. Grande fue la sorpresa y la alegría de los beneficiarios cuando descubrieron que el tío no había sido mezquino con nadie: todos habían recibido una parte muy generosa de la herencia.
El pasaje que estudiamos hoy, termina diciendo que los cristianos «somos herederos de Dios y coherederos con Cristo». Pero ¿qué heredamos? Sabemos que Dios es un Dios rico, muy rico, mucho más que el tío Pancho, y que es generoso, mucho más generoso que cualquier tío que nos deje una herencia. Este pasaje, que termina anunciándonos que somos herederos, nos dice al principio de este capítulo que Dios nos llama a los creyentes a una nueva forma de vida. San Pablo comienza el capítulo diciendo que «no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu». Por ese hecho, de que ya nadie nos puede condenar al infierno, necesitamos cambiar nuestra forma de vida.
Escuchemos al apóstol Pablo: «Así que, hermanos, tenemos una deuda pendiente, pero no es la de vivir en conformidad con la carne, porque si ustedes viven en conformidad con la carne, morirán; pero si dan muerte a las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces vivirán» (vv 12-13). En lugar de tener una deuda, algunas versiones traducen: tener una obligación. El sentido es el mismo, pero nos ayuda a entender que, como hijos redimidos de Dios sobre quienes ya no pesa ninguna condenación, tenemos la obligación de cambiar nuestro estilo de vida. Los cristianos no necesitamos vivir llorando en desesperación como quienes no tienen esperanza, ni pasar el tiempo angustiados por lo que nos pueda pasar el día de mañana, ni vivir con miedo a cualquier cosa que no podemos controlar. Sin embargo, muchas veces lloramos en desesperación y nos angustiamos y nos llenamos de miedo. Pero, además de todas esas emociones y sentimientos que entorpecen nuestras vidas, tenemos todavía un corazón inclinado a lo malo que descuida al prójimo, un corazón débil ante las tentaciones que muchas veces nos lleva a no medir las consecuencias de nuestros impulsos indeseables.
En un sentido, aquí San Pablo nos llama a ser desobedientes a nuestra inclinación a lo malo. Pero ¿cómo no hacerle caso a aquellas cosas que tanto nos gustan, aun cuando sabemos que no están dentro de la voluntad de Dios? San Pablo nos anima a matar los deseos de la carne. ¿Has probado de matar los deseos pecaminosos? Parece un camino imposible. Es frustrante, porque por más que lo intentamos no lo logramos muy bien y muchas veces no tenemos siquiera la buena intención de matar nuestros malos deseos. Tal vez en esa frustración, porque son débiles en la lucha contra el mal, algunos prefieren darse por vencidos. Pero esta es una decisión muy peligrosa. Tal vez haya algún creyente que se pregunte: ¿Y qué pasa si no cambio mi estilo de vida? ¿Qué pasa si prefiero obedecer los deseos pecaminosos de mi corazón? A estas preguntas San Pablo responde categóricamente: «Si ustedes viven en conformidad con la carne, morirán». Una respuesta muy sencilla pero contundente, que no deja ninguna duda de que el desprecio y el rechazo a la gracia divina lleva a la condenación eterna.
Ciertamente nosotros con nuestras fuerzas no podemos cambiar nuestra naturaleza, pero Cristo sí puede. Y el Espíritu Santo sí puede. Es Dios el que viene a nosotros en la persona de Cristo para que nuestros malos pensamientos y acciones no se conviertan en un estilo de vida. Ahora estamos llamados a un estilo de vida diferente que desobedece a lo maligno que hay en nosotros y obedece al Espíritu Santo que hay en nosotros. El Espíritu de Dios es el arma más poderosa que nos defiende de todo mal. ¿Cómo es ese Espíritu? Es un Espíritu que es recibido. No es nuestro, viene de afuera, de lo alto, como anticipándonos la herencia que un día recibiremos. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, encontramos una historia de un tal Simón que se había entusiasmado tanto con el poder del Espíritu que se mostraba en los apóstoles, que quiso comprar el Espíritu Santo. Con vehemencia y total convencimiento Pedro le dijo: «Que tu dinero perezca contigo, si crees que el don de Dios puede comprarse» (Hechos 8:18).
El Espíritu que recibimos es un Espíritu que fue prometido por Jesús (Hechos 1:8) y que bajó derramando sus bendiciones el día de Pentecostés. Es un Espíritu que no esclaviza, sino que nos libera de las turbaciones y nos desata de nuestros temores infundados. Es un Espíritu que quita el miedo. ¿Has notado, estimado oyente, cuán terriblemente destructor es el miedo? Por miedo nos escondemos de otros, escondemos nuestros defectos y aun nuestros sueños. El miedo hace que echemos la culpa a otros de nuestras faltas. El miedo nos paraliza como personas. En la parábola de los talentos, Jesús relata la historia del reparto de los talentos de parte de Dios a tres hombres. Uno recibió diez mil monedas, el otro cinco mil y el último mil. Los dos primeros invirtieron lo recibido y lograron ganancias. El último no produjo nada. Como excusa dijo que tuvo miedo de su patrón y por eso escondió el dinero bajo tierra. El miedoso hizo lo único que pudo hacer: nada. Al darnos la fe, el Espíritu Santo destruye el miedo que nos esclaviza y nos anula.
El don de Dios es un Espíritu que nos asegura de nuestra adopción como hijos de Dios. Esta es una magnífica noticia, solo porque somos hijos vamos a heredar de Dios. Por la obra de Jesús, por su muerte y resurrección, él nos conquistó para Dios. Nos perdonó los pecados y nos incluyó en la familia de la fe. Por ese motivo, por lo que Jesús hizo en nuestro beneficio es que podemos llamar a Dios: papá. ¡Qué notable! ¿Quién se hubiera atrevido en el Antiguo Testamento a llamar papá a Dios? Los judíos reverenciaban tanto el nombre de Dios, hasta la exageración, que no lo nombraban. Usaban adjetivos como el Altísimo, o el Todopoderoso. Entonces aparece Jesús y les enseña a llamar a Dios Padre. Y San Pablo aquí nos enfatiza esa hermosa verdad. Desde nuestro bautismo somos hijos de Dios e integramos la gran familia mundial que Dios construyó sobre la obra expiatoria de Cristo.
Lo que San Pablo nos indica en este pasaje de su carta es que los miembros de la familia de Dios se comportan como tales, como hijos del Padre santo, como hermanos de Jesús santo, y como hijos arrepentidos y guiados por el Espíritu Santo que Dios nos concedió. La tarea específica aquí del Espíritu Santo es convencernos de que somos hijos de Dios. El apóstol Pablo lo expresa así: «Pues ustedes no han recibido un espíritu que los esclavice nuevamente al miedo, sino que han recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» La obra del Espíritu Santo es darnos la confianza interna, personal, de que fuimos adoptados por Dios. El reformador Martín Lutero lo explicó de esta manera: «A los cristianos nos corresponde hacer llegar la Palabra de Dios al oído de las personas, Dios se encarga de conectar esa palabra al corazón de esas personas». Esto demuestra cuán absolutamente generoso es Dios. Nos libra de la condenación eterna, nos conduce a una nueva vida y nos recibe gozoso en el cielo cuando nuestros días en esta tierra y en este tiempo se terminen. Todo eso hace Dios sin que nosotros merezcamos nada.
Es como les pasó a los parientes del tío Pancho. Como toda familia numerosa, había entre sus filas personas de todo tipo, los interesados, los indiferentes, los compasivos y los apáticos, pero todos tenían algo en común: ninguno se merecía nada de toda la fortuna que el tío había labrado sin la ayuda de nadie. Sin embargo, todos recibieron parte de la herencia porque eran parte de la familia. Nuestro Dios no se ha muerto. En Cristo, pasó por la muerte por unos pocos días para resucitar victorioso sobre el diablo, el pecado y la mismísima muerte. Nuestro Dios no se va a morir. No necesitamos esperar su muerte para recibir su herencia, porque Dios comenzó a repartirla en el momento en que fuimos bautizados y recibimos la gracia que nos hace llamar a Dios, Padre.
¿Qué te tocó de la herencia de Dios, estimado oyente? ¿Qué porción de su inmensa riqueza distribuyó Dios entre sus hijos? Sin que nos merezcamos nada, Dios nos lavó con la sangre de Cristo para que podamos ser sus hijos dignos de estar en su presencia. Dios nos llenó de la paz que sobrepasa todo entendimiento, la paz que puede cantar en el dolor, y que tiene esperanza a pesar de las lágrimas. Dios nos llenó de compasión hacia nuestro prójimo para que con ternura sepamos acercarnos al que sufre con sus promesas. Dios nos llenó de valor para que no dejemos caer los brazos en nuestro compromiso cristiano.
Cuando San Pablo les escribe a los Efesios, expresa con meridiana claridad lo que significa el cambio de vida que Dios produjo en él y en todos los creyentes. Dice así: «Yo me arrodillo delante del Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien recibe su nombre toda familia en los cielos y en la tierra, para que por su Espíritu, y conforme a las riquezas de su gloria, los fortalezca interiormente con poder; para que por la fe Cristo habite en sus corazones, y para que, arraigados y cimentados en amor, sean ustedes plenamente capaces de comprender, con todos los santos, cuál es la anchura, la longitud, la profundidad y la altura del amor de Cristo; en fin, que conozcan ese amor, que excede a todo conocimiento, para que sean llenos de toda la plenitud de Dios» (Efesios 3:14-19).
Llenos de la plenitud de Dios, y de pura gracia, entraremos al cielo donde recibiremos el plato fuerte de la herencia de Dios. Porque somos herederos de Dios el Padre y coherederos con Cristo, nuestro hermano, Dios vaciará sus tesoros de gloria eterna sobre sus hijos adoptados, redimidos y santificados, para que disfrutemos con él por toda la eternidad.
Estimado oyente, ¿qué te tocó de la herencia de Dios? Si Dios te ha dado la fe entonces recibiste todo. Dios nunca ha dado porciones pequeñas de su amor. Celebra tu herencia desde ahora con gratitud y una vida de santificación. Y si tienes interés en aprender más sobre el Señor Jesús y su amor por ti, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.