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PARA EL CAMINO
Pareciera que el mundo tiene razón. Jesús no ha cambiado nada; el mundo sigue igual. Si Jesús de veras libra del pecado y la muerte, ¿por qué vemos sufrimiento por todos lados?
Imagínese una corte de justicia. En esta corte, usted es el acusado. Se le acusa de ser cómplice de un hombre despreciado por el mundo. El juez pronuncia el veredicto en su contra: culpable de delito por asociación. Por uno, pagan todos.
Así nos habla Juan de la situación de los hijos de Dios en el mundo. Se les acusa por ser discípulos de Jesús, hombre acusado y entregado a morir en una cruz por llamarse Hijo de Dios. En el evangelio según San Juan, el mundo representa todo lo que se opone al Hijo de Dios y sus palabras. Por ser sus discípulos, por causa su fe en el Señor y su testimonio acerca de él, los que se asocian con Jesús sufren la oposición del mundo incrédulo para el cual Jesús no tiene valor alguno.
Jesús les advierte a sus discípulos de los ataques que habrían de venir después de su regreso al Padre que lo envió al mundo: «Si el mundo los aborrece, tengan presente que antes que a ustedes, me aborreció a mí… Ningún siervo es más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán» (15:18, 20). El enviado sufre como el que lo envío, por causa de su nombre. Delito por asociación. Por uno, pagan todos.
San Juan pinta al mundo como a un juez que dicta sentencia contra los hijos de Dios. Cuando los condena, el mundo condena también al que los envió: al mismo Hijo de Dios. Y esta es una situación muy trágica, porque Dios envío a su único Hijo al mundo por su gran amor no para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él (3:17). Los discípulos son enviados al mundo con la autoridad de Jesús para testificar acerca de él. De hecho, son enviados con su Espíritu Santo a remitir los pecados del mundo en su nombre. Pero lo trágico es que el mundo no recibió al Hijo, y tampoco recibe a los hijos, a sus discípulos.
¡Qué difícil es ser cristiano en el mundo! El cristiano vive en el mundo, pero no es del mundo. Esto no quiere decir que el cristiano deba huir de la creación, el cuerpo y la historia como si estas cosas fueran la prisión de su alma o espíritu. No se trata de rechazar la creación, sino de no vivir de acuerdo al mundo caído. El cristiano obra en el mundo, pero no comparte los valores del mundo que, según el apóstol Juan, es un símbolo de todo lo que cuestiona y critica la fe en Cristo, su muerte para perdón de los pecados y su poder sobre la maldad.
Según el mundo, Jesús es sólo un hombre bueno que murió vergonzosamente en una cruz. Su muerte fue en vano, pues supuestamente no salvó a nadie de nada. Dice el mundo que Jesús no ha resucitado ni puede darnos la resurrección de la muerte, sino que está muerto y ya no volverá. Nos ha dejado solos, huérfanos, sin nadie que nos cuide y defienda. Así opina el mundo acerca de Jesús. Ve a Jesús como una farsa, una ilusión, una mentira, una pérdida de tiempo. Esa es la sentencia del juez contra Jesús y su iglesia, la condena del mundo que se pone en el asiento del juez para juzgar las cosas que sólo a Dios le compete juzgar.
¿Qué hacer? Después de todo, pareciera que el mundo tiene la razón. Si Jesús volvió al Padre, es evidente que no ha vuelto por segunda vez en gloria. ¿Por qué? Ya ha pasado mucho tiempo desde su partida. ¿Será que Jesús sólo murió y eso es todo? ¿Será que nos ha dejado solos para siempre? Si Jesús de veras libra de pecado, ¿por qué todavía vemos pecado por doquier en esta vida? Si Jesús resucitó para librarnos de la muerte, ¿por qué vemos sufrimiento, enfermedad y muerte por todos lados? Todo parece indicar que lo que caracteriza esta vida no es lo bueno, sino lo malo y lo feo. Jesús no ha cambiado nada. El mundo sigue igual.
Cuando las condenas del mundo contra ese pequeño grupo de discípulos de Jesús son repetidas una y otra vez, ¡imagínese las dudas, la ansiedad, la preocupación de los discípulos! Cuando las sentencias del despiadado mundo-juez son pronunciadas una y otra vez contra el cristiano y su Señor, uno es atacado ante la corte de la opinión pública. Uno se encuentra sólo y se siente sólo en la corte, acusado y condenado por su fe en el Señor y su mensaje, sin consuelo y defensa alguna.
¿Quién podrá ayudarnos? ¿Quién podrá consolarnos? ¿Quién podrá defendernos? Jesús sabe que sus discípulos pasarán por tiempos difíciles de prueba ante las burlas del mundo. Por eso es que les dice: «No los voy a dejar huérfanos; volveré a ustedes» (14:18), y: «Yo le pediré al Padre, y él les dará otro Consolador para que los acompañe siempre» (v. 16). En este ‘mientras tanto’, en el tiempo entre la partida de Jesús al Padre y la hora de su futuro regreso, Jesús nos promete un Consolador que morará en nosotros para acompañarnos en medio de todo ataque y defendernos ante un mundo acusador. Se trata del Espíritu Santo, «el Espíritu de verdad, quien-según las palabras de Jesús-el mundo no puede aceptar porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes-dice Jesús-sí lo conocen porque vive con ustedes y estará en ustedes» (v. 17).
El mundo tiene su propia verdad, su versión de Jesús. El mundo generalmente ve a Jesús como uno entre varios ejemplos de buenas obras, virtudes y moral. En tiempos de Jesús ocurría lo mismo: se le reconocía como un maestro, pero nada más. El mundo, en tiempos de Jesús, está representado especialmente por los líderes religiosos que se oponían a él. Esos líderes lo atacan cuando se dan cuenta que él se atribuye una autoridad que lo pone al mismo nivel que Dios. De la misma manera, el mundo ataca a la iglesia cuando ésta confiesa a Jesús como su único Señor, Salvador y Dios.
Cuando Jesús no es más que una opción de amor entre otras varias opciones, no hay problema alguno. Pero cuando Jesús es el único Señor de nuestras vidas, el único esposo de su esposa, la Iglesia, y por ende el único que merece la confianza y el amor de su amada Iglesia, entonces vienen los problemas. Cuando Jesús se recibe, confiesa y proclama como el único don de Dios para nuestra salvación del poder del pecado, el diablo y la muerte, entonces vienen las críticas del mundo. El mundo no puede aceptar lo que no ve ni conoce. Pero los discípulos aceptan la versión de Jesús que el Espíritu que mora en ellos les enseña.
Una vez que el Espíritu Santo pasa a morar en nosotros, la versión de Jesús, y por ende la manera que tenemos de ver las cosas, cambia. El Espíritu nos instruye en la verdad que el mundo no reconoce. Jesús pasa a ser nuestro don, aquél que nos salva gratuitamente de los poderes malignos del mundo: el pecado, el diablo y la muerte, y pasa a ejercer su señorío sobre nuestras vidas, venciendo a esos poderes por medio de su muerte y su resurrección.
Ahora imagínese una vez más esa corte de justicia. Usted está solo ante el mundo que lo acusa y lo juzga por tener fe en el Hijo de Dios. El mundo parece ganar con sus argumentos razonables. Poco a poco usted empieza a dudar: ‘¿Será que el mundo sabe lo que está diciendo? ¿Será verdad que Jesús no volverá? ¿Será cierto que no venció a la muerte y al diablo? ¿Será verdad que el pecado y la maldad siempre triunfarán y que Jesús no puede hacer absolutamente nada para cambiar esa realidad?
Pero entonces entra a la corte el abogado defensor, el Espíritu Santo que vive en el corazón de cada acusado, y le hace ver que quien está ciego, en la oscuridad, en la incredulidad, en el error, es el mundo, y no él. El Espíritu Santo es nuestro Paracleto, es decir, nuestro abogado defensor. No es común pensar en el Espíritu Santo como nuestro ‘defensor’, porque la palabra griega ‘Paracleto’ generalmente se ha traducido al español con el término «Consolador». Y es cierto que el Espíritu nos consuela en medio de las críticas con las palabras de Jesús. Pero también es cierto que el maestro de la verdad nos defiende ante el mundo, asegurándonos que el mundo está errado y que la iglesia tiene la verdad en lo que concierne al plan de Dios en Cristo para beneficio del mundo. ¿Quién podrá defenderme ante la corte del mundo? ¡El Espíritu Santo! Paracleto, abogado defensor, enviado por el Padre para ser nuestro amparo y fortaleza ante todo reto y acusación.
Con su presencia en nosotros, el Espíritu Santo nos hace ver que el mundo está errado en tres áreas:
1) En primer lugar, el mundo está errado en su juicio acerca del pecado. El mundo no acepta su pecado, ni la inmensidad del mismo. Tampoco acepta a Jesús, el Cordero de Dios que, según el plan del Padre, quita el pecado del mundo. Es que, cuando no se acepta el pecado, no hay necesidad de quitarlo. Y si el mundo no acepta el plan divino de salvación para resolver el problema, no es necesario Cristo ni la fe en él.
Pero el Espíritu que vive en nosotros convence al mundo de su error «en cuanto al pecado». No lo hace necesariamente en público, sino que en la mente de los discípulos. Hace su labor de abogado defensor en nuestros corazones, recordándonos que es el mundo el que está errado porque son ellos los que «no creen» en el Hijo, a quien Dios envió al mundo para que todo el que crea en él no se pierda, sino tenga vida eterna. Es la iglesia, entonces, la que está en lo correcto y ve la realidad como debe ser porque el Espíritu la ha llevado a poner su fe y confianza en el Hijo de Dios.
2) En segundo lugar, el mundo está errado en su juicio acerca de la justicia de Jesús. En el evangelio según San Juan, la justicia de Jesús es su gloria con el Padre, de quien viene y a quien regresa después de cumplir con su misión de salvar al mundo. Pero el mundo no acepta que Jesús sea más que un hombre muerto. No acepta que Jesús tenga la gloria de Dios Padre, ni acepta su cruz como el evento por el cual el Hijo nos revela su poder sobre el pecado y la muerte. En un hombre crucificado no hay ninguna gloria. La supuesta justicia y gloria de Jesús no valen nada para el mundo, que piensa que todo acaba con su penosa muerte.
Pero el Espíritu que mora en nosotros nos recuerda que Jesús no es un mero hombre cuya muerte fue en vano. Todo lo contrario. El Espíritu nos asegura que Jesús regresó al Padre. Pero para volver al Padre, primero tuvo que ser levantado en la cruz para así ser el Cordero que quita el pecado del mundo. Es precisamente en la cruz, inicio de su regreso al Padre, que el Hijo nos muestra su gloria. Pero el mundo no quiere ver la gloria de Dios en la cruz. El Espíritu nos enseña que es por la glorificación del Hijo en la cruz que éste nos revela su poder de perdonar pecados. Y luego es por la gloria de su resurrección que nos muestra además su poder de dar vida eterna. Si Jesús no está ahora con sus discípulos es porque ya hizo su obra en la cruz, ha resucitado, y ha vuelto al Padre. Es la iglesia, entonces, la que está en lo correcto en lo que compete a la justicia de Cristo, a su gloria con el Padre que el Hijo nos revela en su cruz y en su resurrección para salvar al mundo del pecado y de la muerte. Por eso, todo el que pone su fe en el Hijo tiene vida eterna y será resucitado en el día postrero.
3) En tercer lugar, el mundo está errado en lo que concierne al juicio de Dios sobre el poder del diablo y la maldad en el mundo. Según la mentalidad del mundo, el mal no ha sido vencido. ¿Cómo puede existir un Dios bueno y poderoso cuando hay tanto mal en el mundo? Si en realidad el Hijo que el Padre envió es bueno y poderoso, debería dar fin a todo lo diabólico en el mundo. Una vez más el mundo muestra su incredulidad pensando como el diablo, o sea, culpando a Dios por el mal y dándole al diablo la última palabra.
Pero el Espíritu que mora en nosotros expone el error del mundo una vez más. Nos asegura en nuestras mentes y corazones que el Hijo de Dios, por su glorificación en la cruz y por su resurrección, ha vencido el poder del diablo. El Espíritu nos defiende ante el mundo incrédulo, recordándonos que «el príncipe de este mundo ya ha sido juzgado» (16:11). No es la iglesia que pone su fe en el Hijo la que debe ser juzgada por el mundo, sino el mundo incrédulo el que recibe el juicio del Hijo: «Yo les he dicho estas cosas para que en mí hallen paz. En este mundo afrontarán aflicciones, pero ¡anímense! Yo he vencido al mundo». (16:33) Es el diablo, incitador del pecado y la incredulidad en el mundo, que recibe el juicio y la condenación de Dios.
¡Qué promesa tan consoladora la de Jesús! Así como lo hizo con sus discípulos, Jesús nos envía a nosotros hoy, y a todos los fieles esparcidos por el mundo, al Paracleto, el fiel abogado defensor, para que nos defienda delante del mundo que nos critica y acusa. Gracias a la ayuda del Espíritu Santo, ya no nuestra fe ya no tiene por qué flaquear cuando las críticas del mundo nos acosen y las dudas nos agobien. Por este abogado defensor y consolador te damos gracias, Señor Jesús.
En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.