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PARA EL CAMINO
El niño que quiere tener la autoridad, sabiduría, fuerza y poder del padre, dice: «Papá, quiero ser como tú». Me imagino que los discípulos de Jesús también le deben haber dicho: «Señor, queremos ser como tú». Pero, ¿a qué Jesús querían parecerse?
«Papá, quiero ser como tú»–le dice el pequeño hijo a su padre. El niño estaba acostumbrado a ver a su padre en control de toda situación. Cada vez que salían juntos a pasear, el niño veía cómo su padre, con sólo pedirlo con su voz, parecía tener el poder indiscutible de obtener casi cualquier cosa para hacer del viaje familiar una experiencia bonita. Admiraba también el hijito la gran sabiduría que, con autoridad única e indiscutible, el padre a menudo exhibía durante aquellos paseos al enseñarle cosas nuevas y maravillosas que éste aún no conocía. Veía también cómo su padre, con su fuerte constitución física y gran altura, tenía la capacidad de protegerlo ante cualquier peligro que pudiera acecharlo en las calles, los campos, o la playa. El niño quería ser como su papá. Quería tener su autoridad, su sabiduría, su fuerza y su poder. De ahí que de su boca salieran las palabras: «Papi, quiero ser como tú».
Me imagino a los discípulos diciéndole a Jesús: «Señor, queremos ser como tú». Lo que me pregunto, es: ¿qué tipo de Jesús tienen en mente los discípulos? ¿A qué Jesús quieren parecerse?
Durante el ministerio de Jesús, sus discípulos lo ven sanar enfermos, expulsar demonios, perdonar pecados, y hasta calmar una tormenta. En otras palabras, ellos ven a un Jesús poderoso, un Jesús que está en control de todas las situaciones, que los puede proteger de todo peligro o desastre natural, y que muestra una autoridad y sabiduría indiscutibles cuando proclama y enseña acerca del Reino de Dios.
¡Qué bueno sería ser como ese Jesús! De hecho, el evangelista Lucas nos dice que, más adelante, Jesús hace a sus discípulos partícipes de su misión. Y entonces los discípulos comienzan a parecerse a Jesús, a ser como él. Ellos reciben de Jesús nada menos que el poder y la autoridad para predicar el reinado misericordioso de Dios en la historia, para expulsar demonios, y para sanar enfermos. Los discípulos parecen entender cada vez más lo que significa ser como Jesús.
Pero de repente Jesús cambia un poco la historia. En un momento Jesús le dice a Pedro, representante de los doce discípulos, que él es el Cristo, el Hijo de Dios. Pero, ¿qué significa que él sea el Cristo, el Mesías? Jesús le explica a Pedro: «El Hijo del hombre tiene que sufrir muchas cosas y ser rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley. Es necesario que lo maten y que resucite al tercer día». El Cristo, el Hijo de Dios, es aquél cuyo fin es el destino del Hijo del hombre, aquél cuya misión es ir a Jerusalén, lugar donde será juzgado injustamente. Jesús es, en otras palabras, el que va camino a la cruz.
¿Qué habrán pensado Pedro y los demás al oír estas palabras? ¿Será que todavía seguirían deseando ser como Jesús, ahora que éste define su identidad y misión en términos de la cruz? Todo lo contrario. En su Evangelio, Lucas nos comenta que, cuando Jesús sube con Pedro, Juan y Jacobo al famoso monte de la transfiguración, y el rostro de Jesús se transforma y su ropa se torna blanca y radiante, estos discípulos se sienten nuevamente a gusto con este Jesús maravilloso. ¡Maestro, qué bien que estemos aquí!-le dicen a Jesús. Y tan bien estaban allí, que hasta ofrecieron levantar unas enramadas para quedarse por más tiempo, porque lo que estaban viviendo era demasiado lindo como para dejarlo y volver a enfrentar la realidad del mundo.
Pero esos no eran los planes de Jesús, por lo que no se quedaron allí, sino que bajaron del monte y, al hacerlo, Jesús sanó a un endemoniado. Entonces la gente se asombra una vez más ante la grandeza y el poder de Jesús. Pero sin perder tiempo Jesús, en medio de tanta admiración, les recuerda a sus discípulos-como le había dicho antes a Pedro- que «el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres».
Es como si Jesús les estuviera diciendo a sus discípulos: ‘¡Bájense de las nubes y vengan a la realidad! No se queden en el monte de la gloria. Hay que bajar del monte e ir a Jerusalén’. Jesús no quiere que lo vean sólo en términos de su autoridad y poder, sino también en términos de su humillación y servicio hasta la cruz. No queda otra: Jesús tiene que ir a Jerusalén. El que no ve a Jesús en términos de su servicio, no puede ser como él.
Pero el evangelista Lucas nos dice que los discípulos al fin «no entendían lo que [Jesús] quería decir». Prueba de ello es que, en cierta ocasión, sus discípulos discuten «sobre quién de ellos sería el más importante». Al escuchar esa discusión, Jesús aprovecha para enseñarles que «quien quiera ser el primero será el último, y quien sea el último será el primero».
¡Qué difícil es seguir a este Jesús! Es que la manera en que uno ve a Jesús determina lo que significa parecerse a él, lo que implica seguir sus pasos, lo que es ser el discípulo que él nos llama a ser. Por eso es que, al predecir su muerte por primera vez, Jesús le dice a Pedro: «Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, lleve su cruz cada día, y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará».
Señor, soy débil. Ayúdame a ser como tú.
En el capítulo 14 de Lucas, nuestro texto bíblico para el día de hoy, el evangelista nos presenta, de manera más amplia y profunda, la enseñanza de Jesús acerca del discipulado. Veamos de qué se trata. Un día sábado, Jesús fue a comer a la casa de un notable fariseo, y allí sanó a un hombre que sufría de una enfermedad. Los fariseos y los maestros de la ley generalmente se enojaban con Jesús cuando hacía estas cosas, pues según ellos no era lícito sanar en el día de reposo. Sin embargo esta vez, antes de que puedan decir algo, Jesús se les adelanta y, por medio de una pregunta, pone en cuestionamiento su religiosidad hipócrita. Les dice: «Si uno de ustedes tiene un hijo o un buey que se le cae en un pozo, ¿no lo saca enseguida, aunque sea sábado?»
Obviamente, la respuesta es un «desde luego», pero los líderes religiosos que estaban en la casa del ilustre fariseo simplemente se quedan callados. Jesús utiliza esa ilustración para enseñarles a sus discípulos a servir al prójimo en sus momentos de necesidad, y a ser misericordiosos y compasivos con todos los que sufren sin imponer condición alguna. Como diría Jesús en el Evangelio de San Marcos: «El sábado fue hecho para el hombre, no el hombre para el sábado».
Jesús es el siervo compasivo. Y así son sus discípulos.
Señor, soy débil, no soy compasivo. Ayúdame a ser como tú.
Luego, antes de la comida, Jesús se da cuenta que los invitados al banquete están escogiendo los lugares de honor en la mesa. Entonces aprovecha la oportunidad para contar la historia de un invitado a una fiesta de bodas que, con mucha presunción de su parte, se sienta en el lugar que le pertenece a otra persona más distinguida. Al darse cuenta de esto, el anfitrión de la fiesta le tiene que pedir al ‘presuntuoso’ que le ceda su asiento al invitado de más distinción. De más está decir que el invitado que estaba buscando tener más honor, es humillado. Mucho mejor sería ser humilde y sentarse en el último asiento. Después de todo, uno nunca sabe. De repente, si eres humilde, pero humilde de corazón, el anfitrión te diga que por favor pases más adelante y te sientes en algún puesto de más honor.
Por medio de esta parábola o historia, Jesús les enseña a sus discípulos que «todo el que a sí mismo se enaltece será humillado, y todo el que se humilla será enaltecido». Enaltecerse a uno mismo es signo de egocentrismo, síntoma de un enfoque individualista que no nos permite servir a otros y darle la debida atención a sus necesidades. Servir a otros asume ser humilde, negarse a uno mismo, abrir un espacio en nuestras vidas para el prójimo.
Jesús es el siervo humilde. Y así son sus discípulos.
Señor, soy débil, no soy humilde. Ayúdame a ser como tú.
Finalmente, Jesús se dirige específicamente al fariseo distinguido que lo había invitado a comer en su casa, y le dice que no invite a su casa solamente a aquéllas personas que le pueden devolver el favor. Es sabido que amigos, hermanos, parientes y vecinos ricos podían recompensar la hospitalidad del fariseo con alguna invitación, favor o regalo. Pero Jesús le dice al fariseo que abra las puertas de su casa a aquéllos que no le pueden dar recompensa por su invitación-a los pobres, a los inválidos, a los cojos y ciegos, a los más marginados, a los olvidados.
Con estas palabras dirigidas al fariseo, Jesús también les enseña a sus discípulos que sirvan desinteresadamente, sin esperar nada a cambio y, por ende, que sean generosos, que abran las puertas de su corazón a los que menos pueden darnos algo a cambio por nuestro servicio-en especial a los más necesitados de todos los prójimos.
Jesús nos recuerda además que, aquél que sabe que Dios lo recompensará en la resurrección de los justos, no debe preocuparse por recibir algo de Dios a cambio de su servicio al prójimo. La vida eterna no se obtiene por medio de nuestras obras de servicio. La fe en Dios y su don de vida eterna nos libera entonces para ser generosos con otros, no porque esto nos vaya a dar el cielo, sino por amor al prójimo. El reino ya es nuestro por pura misericordia divina. Servimos a otros porque Dios ha sido misericordioso con nosotros.
Jesús es el siervo generoso. Y así son sus discípulos.
Señor, soy débil, no quiero ser generoso. Ayúdame a ser como tú.
Jesús también le cuenta a uno de los que estaban sentados a la mesa la historia de un hombre que prepara e invita a muchas personas a un gran banquete pero, desafortunadamente, recibe muchas excusas de los invitados. Nadie quiere ir. La historia tiene como propósito mostrar lo difícil que es ser discípulo de Jesús. Todos están muy ocupados con las cosas de cada día. Nadie tiene tiempo para seguir a Jesús. Lucas termina esta parte de su Evangelio recordándonos las palabras de Jesús: «El que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo». ¡Qué llamado tan difícil!
Jesús es el siervo dispuesto a cargar su cruz. Y así son sus discípulos.
Señor, soy débil, no quiero cargar mi cruz. Ayúdame a ser como tú.
Ahora bien, seamos honestos con nosotros mismos: ¿quién puede ser como Jesús? Sólo Jesús es el siervo compasivo, humilde, generoso, y dispuesto a cargar su cruz. Él va a Jerusalén y de allí a la cruz porque tiene compasión de nosotros, porque muestra su poder para salvarnos por medio de su humillación, porque es más que generoso con todos dando su vida por aquéllos que no pueden darle nada a cambio.
Jesús es ante todo nuestro Siervo, y cada vez que fallamos en seguir sus pasos, no nos queda más que volver a su cruz para recibir de él su perdón y las fuerzas para volver a vivir como sus discípulos en un mundo falto de compasión, humildad y generosidad-un mundo sin Cristo.
El Evangelio de Lucas nos presenta a un Jesús que a menudo nos habla de la bondad de Dios para con los pecadores, incluyendo sus propios hijos. ¿Quién puede olvidar la famosa parábola del hijo prodigo, cuyo padre le muestra compasión cuando éste vuelve a sus brazos después de una vida de pecado alejado de él? A veces los discípulos de Jesús son como el hijo pródigo, o sea, receptores de la bondad inmerecida del Señor.
Lucas también nos presenta la historia que Jesús cuenta acerca del fariseo y el recaudador de impuestos que fueron a orar al templo. El primero le da gracias a Dios porque, según él, él no es como los pecadores, y además hace buenas obras. El segundo hombre, el cobrador de impuestos, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cielo y, golpeándose el pecho, ora: «¡Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador!»
Al fin de esta última historia, Jesús nos recuerda una vez más que «todo el que se enaltezca a sí mismo será humillado, y el que se humille será enaltecido». Pero aplica esta enseñanza al discípulo en cuanto pecador, mostrándonos la necesidad que todos sin excepción tenemos de confesar nuestro pecado ante Dios y de recibir su perdón cuando nos parecemos más al fariseo que al cobrador de impuestos. O-para usar el lenguaje de la historia del hijo pródigo-cuando nos alejamos del Padre que recibe con brazos abiertos a aquellos hijos como nosotros que se arrepienten de sus pecados y vuelven a él sabiendo que no merecen nada.
«Papá, quiero ser como tú»–le dice el pequeño hijo a su padre.
Los hijos también pueden reconocer la parte amorosa de la identidad de sus padres. Pueden ver a menudo su bondad en lo que les dicen y hacen por ellos. Ven cómo sus padres usan su sabiduría, fuerza y control no simplemente para imponerse, sino para servirles. Ven los sacrificios que sus padres hacen para darles una vida mejor. Saben que sus padres darían sus propias vidas por las de ellos. Experimentan así su compasión, humildad de siervos, y generosidad.
Los discípulos de Jesús en todo tiempo y lugar ven a su Señor como el Siervo compasivo, humilde y generoso en la cruz, muriendo para darles perdón por sus pecados. Lo ven también como el Señor resucitado que, después de su muerte, les da su Espíritu Santo para proclamar ese perdón a otros en el mundo y llamar a muchos a seguir más a que también sean sus discípulos.
Señor Jesús, gracias por ser compasivo, humilde y generoso en la cruz por mí, pobre pecador. Ayúdame a ser como tú, no para mi propio beneficio, sino para beneficio de los prójimos que has puesto en mi vida.
En el nombre del Padre y del Espíritu Santo. Amén.
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