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PARA EL CAMINO
La Palabra de Dios obra a través de sus mandamientos no para causarnos desesperación, sino para invitarnos a que nos acerquemos a él para ser refrescados, restaurados, y reconciliados.
¿Alguna vez alguien te ha dicho algo así como ‘cuando puedas, tengo que hablar contigo’, o ‘tengo algo para decirte’? Si eres estudiante, ¿cómo te sientes cuando un maestro te dice, delante de todos tus compañeros, ‘quédate después de la clase que tengo que hablar contigo’? O, ¿cómo te sientes si tu esposo o esposa te dice algo así mientras están cenando? ¿Qué crees que va a suceder? O, ¿qué pasa por tu mente cuando justo antes de la hora de salida, tu jefe te dice que al día siguiente tiene que hablarte de algo? ¿Cómo pasas todas esas horas hasta que llega ‘el día siguiente’?
Cuando alguien nos dice algo así, por lo general se nos ponen los pelos de punta y nos corre un escalofrío. Parece mentira que unas pocas palabras puedan tener un poder negativo tal que sean capaces de causar tanto temor. Y no es que ese poder negativo sea únicamente culpa de quien las dice. Lo que sucede es que, como pecadores que somos, la mayoría de las veces al escucharlas nos imaginamos lo peor. Cuando quienes tienen autoridad sobre nosotros nos dicen cosas así, tendemos a creer que lo que nos van a decir debe ser cierto, aún cuando sea injustamente crítico. ¿Por qué? Porque nuestra baja auto estima, nuestra profunda falta de confianza, o las cicatrices dejadas por palabras hirientes del pasado, a menudo nos hacen susceptibles a las críticas de los demás.
Es claro que otras veces somos el blanco intencional de comentarios negativos, de palabras que no bendicen ni alientan. A menudo utilizamos el poder de las palabras para ‘poner en su lugar’ a los demás, o para dejar en claro ‘quién manda’, protegiendo así nuestra posición o estatus. El poder que tienen las palabras da resultado, pero a menudo afecta en forma negativa la vida de quienes nos rodean.
Los psicólogos lo saben muy bien. Es por ello que nos dicen que, para superar una palabra negativa, se necesitan entre siete y diez palabras positivas. Y hay veces en que es peor. Hay veces en que ninguna palabra o acción es capaz de contrarrestar el daño que una palabra hiriente ha causado en un corazón. Hace poco escuché una ‘parábola judía’ que ilustra muy bien el poder destructivo de la palabra mal empleada.
‘Un día, un joven fue a confesarse ante su Rabino. Entró a la oficina del Rabino, y le dijo: «He venido hoy a visitarle porque he pecado contra usted, y necesito confesarlo. He hablado mal de usted, he ensuciado su reputación entre los vecinos, he pecado contra el mandamiento de Dios que dice: ‘No darás falso testimonio contra tu prójimo’. Por todo eso, estoy aquí para pedirle que me perdone. ¿Me perdona?» El Rabino pensó por un momento, y luego le dijo: «Me alegra que hayas venido, y te voy a perdonar, pero primero debes hacer algo».
«Por favor, dígame qué debo hacer», le dijo el joven, «pues de veras quiero que me perdone.» Entonces el Rabino le dijo: «Primero ve y compra dos almohadas de plumas, y tráemelas aquí». Así que el joven salió a comprar las almohadas y, cuando las tuvo, regresó donde el Rabino: «Aquí están las almohadas que me pidió. ¿Puedo ahora recibir su perdón?» A lo que el Rabino le contestó: «Una cosa más: toma este cuchillo y hazle un tajo en el medio a cada almohada. Luego ve afuera, sácales todas las plumas, y tráeme las fundas vacías».
El joven hizo tal como el Rabino le había dicho: cortó las almohadas, sacudió las plumas al viento, y luego le llevó las fundas vacías. «¿Puedo recibir ahora su perdón?», le preguntó. «Una última cosa», le dijo el Rabino. «Toma estas fundas vacías y ve afuera. Junta las plumas, ponlas de nuevo dentro de las fundas, y tráemelas. Entonces recibirás mi perdón por las palabras injustas que dejaste salir de tu boca contra mi nombre.»
Es que no es fácil retirar las palabras pecaminosas que salen de nuestra boca, ¿no es cierto? Nuestras palabras tienen poder. Lo que sucede es que, porque somos pecadores, a veces nuestras mejores palabras no logran bendecir, animar y alentar como debieran. Es por ello que:
«Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo, y no vuelve allá sin regar antes la tierra y hacerla fecundar y germinar para que dé semilla al que siembra y pan al que come, así es también la palabra que sale de mi boca: No volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo deseo y cumplirá con mis propósitos.»
Este texto fue escrito originalmente para el antiguo pueblo de Israel, un pueblo que había recibido la Palabra de misericordia de Dios con el propósito de proclamarla a las naciones. Sin embargo, el pueblo había llegado al punto en que la daban por sentado y ya no sólo no la valoraban, sino que hasta la despreciaban y se rebelaban contra ella. Es en medio de esa realidad que el profeta Isaías los llama al arrepentimiento y a una fe renovada en el Dios de la Escritura que los creó y redimió, de la misma manera en que nos llama a nosotros hoy al arrepentimiento y la fe a través de esa misma Palabra.
La Palabra de Dios está obrando cuando nos llama al arrepentimiento, a la vida y la salvación. La Palabra de Dios está obrando cuando nos dice que algunas cosas están bien y que otras están mal. La Palabra de Dios está obrando cuando reconocemos que un día seremos juzgados, y que necesitamos su perdón. La Palabra de Dios NO nos llama al arrepentimiento con el fin de humillarnos o lastimarnos, sino que lo hace para que dejemos de lado el egoísmo y el pesimismo de nuestras vidas, y nos apropiemos de la vida plena que Dios quiere darnos a través de Jesucristo.
Cuando tomamos en serio los Diez Mandamientos, y nuestros esfuerzos por cumplirlos fallan miserablemente, comenzamos a ver cuán árida es nuestra vida. Cuando tratamos de cumplir los mandamientos de Dios en pensamiento, palabras, y obras en todas partes todo el tiempo, nos damos cuenta de lo ineptos que somos. ¡Hasta nuestros mejores esfuerzos necesitan el perdón y la misericordia de Dios!
En el capítulo 5 del Evangelio de Mateo, luego de haber predicado su ‘Sermón del Monte’, Jesús terminó diciendo a la multitud que había ido a escucharle: «Sean perfectos, así como su Padre celestial es perfecto» (Mateo 5:48). Si a estas palabras les sumamos el mandamiento supremo que dice: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (Lucas 10:27), muy rápidamente nos sentiremos como el joven de la historia que trataba de juntar las plumas que el viento había desparramado por todos lados, tratando de corregir algo que es irremediablemente incorregible.
La Palabra de Dios obra a través de sus mandamientos, pero no para causarnos desesperación, sino para invitarnos a que nos acerquemos a él para ser refrescados, restaurados, y reconciliados.
«… así es también la palabra que sale de mi boca: No volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo deseo y cumplirá con mis propósitos.»
La Palabra de Dios no nos trae solamente arrepentimiento y pena por nuestro pecado. También trae vida y salvación a este mundo quebrantado y a nuestras vidas lastimadas. La Palabra de Dios obra según la voluntad de Dios. La Palabra de Dios, las palabras que se encuentran en la Biblia, son portadoras de vida y salvación. ¡Hay tanto más que debería ser dicho acerca de la Palabra de Dios pero que por razones de tiempo no puedo decir hoy en este mensaje! Pero si no escuchas nada más, te pido que escuches lo siguiente:
Esa misma Palabra se hizo carne naciendo en un establo en Belén… vivió toda su vida sin cometer ningún pecado… sufrió el castigo que nos correspondía a nosotros muriendo clavado a una cruz… y resucitó de la muerte para que nosotros podamos vivir por siempre con él… ¡COMENZANDO AHORA! Jesucristo es la Palabra de Dios en acción… Dios mismo es el autor y Creador de las palabras de la Escritura que refrescan y renuevan a todo el que las escucha y confía en ellas.
La Palabra de Dios nos recuerda no sólo cómo Dios se siente con respecto a nosotros, su pueblo redimido, sino que también nos dice las muchas maneras en las que Dios ha intervenido por nosotros. Para el profeta Isaías, la Palabra y la acción de Dios son inseparables: lo que Dios dice lo hace, y lo que Dios hace lo dice. La Escritura es más que una recopilación de palabras de sabiduría divina: es también un registro de la obra de salvación de Dios por nosotros.
Cuando escuchamos la proclamación de la Palabra, vemos las acciones de Dios para salvarnos. Vemos a Dios estableciendo su promesa de gracia ya en el jardín del Edén. Lo vemos juzgando para salvar, y sirviendo para sanar y perdonar. Cuando vemos a Dios en acción en y a través de la persona y obra de Jesucristo, nos surge la pregunta: ¿qué más puede hacer Dios para mostrarnos cuánto nos ama y cuánto desea nuestra salvación?
Brennan Manning, conocido autor y orador, tiene una historia sumamente interesante acerca de «Brennan», su nombre de pila. Desde niño, su mejor amigo era un chico llamado Ray. Ray y Brennan eran inseparables: cuando tuvieron edad para manejar, entre los dos se compraron un automóvil. Fueron a las mismas escuelas, siempre salían juntos, pasaban juntos los veranos, y hasta se enlistaron juntos en el ejército. Fueron reclutados juntos, y juntos fueron a pelear en el frente de batalla. Una noche, cuando estaban en su trinchera, Brennan recordaba en voz alta la niñez en Brooklyn, mientras Ray lo escuchaba y comía un chocolate. De pronto, dentro de la trinchera cayó una granada. Ray miró a Brennan, sonrió, tiró su chocolate, y se lanzó encima de la granada. En cuestión de segundos la granada explotó matando a Ray, pero dejando ileso a Brennan.
Cuando Brennan se volvió sacerdote, le dijeron que adoptara el nombre de un santo. Lo primero que vino a su mente fue su amigo Ray Brennan, por lo que adoptó el nombre «Brennan». Años más tarde fue a visitar a la mamá de Ray en Brooklyn. Ya era tarde a la noche cuando se sentaron a tomar una taza de té. Brennan le preguntó: «¿Será que Ray me quería?» La mamá de Ray se levantó del sillón, se acercó a Brennan, y sacudiendo el dedo índice bien enfrente de su cara, le dijo: «¿Qué más podría haber hecho por ti?»… Brennan dijo que en ese momento tuvo como una revelación. Se vio a sí mismo parado delante de la cruz de Jesús, preguntándose: ¿será que Dios realmente me ama?, y vio a María, la madre de Jesús, señalando a su hijo y diciéndole: ‘¿Qué más podría haber hecho por ti?’.
No hay nada más que podría hacerse de lo que Jesús hizo por ti y por mí en la cruz, sufriendo por amor el castigo eterno que tú y yo merecíamos. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen», dijo Jesús desde la cruz. ¿Qué más podría haber dicho? Ese mismo Jesús es quien te habla a través de las palabras de las Escrituras. Él es quien se acerca hoy a ti con palabras refrescantes como la lluvia del verano. Esta Palabra encarnada, nacida en Navidad y resucitada victoriosa en la Pascua, es la que hoy viene a ti a través de la Biblia y te ofrece el pan de vida eterna.
Isaías lo deja bien en claro al principio del mismo capítulo 55, cuando escribe:
«¡Vengan a las aguas todos los que tengan sed! ¡Vengan a comprar y a comer los que no tengan dinero! Vengan, compren vino y leche sin pago alguno. ¿Por qué gastan dinero en lo que no es pan, y su salario en lo que no satisface? Escúchenme bien y comerán lo que es bueno, y se deleitarán con manjares deliciosos. Presten atención y vengan a mí, escúchenme y vivirán» (Isaías 55:1-3a).
Isaías nos recuerda del poder que tiene la Palabra de Dios para llegar hasta lo más íntimo de nuestro ser no sólo para llamarnos al arrepentimiento, sino también a la vida y salvación que se encuentran en él, y sólo en él. Nadie está fuera de su alcance. Nadie está fuera de la mira de la Palabra que da vida.
Esta verdad se convirtió en una viva realidad cuando yo servía en la ciudad de Nueva York hacia fines de la década del 90. Hubo un momento en que nuestra iglesia vio claramente el poder único de la Palabra de Dios. Nueva York es una ciudad difícil. La gente es directa al hablar, no se anda con rodeos, al menos la mayoría de las veces. Nuestra iglesia, la «Iglesia para Todas las Naciones», decidió encontrar una forma de bendecir a la comunidad en la que servía, estableciendo un «lugar de oración» en una esquina. El trabajo era simple: íbamos a poner un stand, lo íbamos a llenar con panfletos que hablaran acerca de la gracia de Dios, de nuestro ministerio en la ciudad, e íbamos a estar allí dispuestos a orar con quienes se detuvieran y pidieran hacerlo. También íbamos a hacer otra cosa: a quienes no quisieran ni orar ni recibir un panfleto, les daríamos una botella de agua fría. Debo aclarar que, cuando en Nueva York hace calor, nadie, en serio, absolutamente nadie rechaza una botella gratis de agua fría. Así que sabiendo eso, cuando nos preparábamos pensamos que todo el mundo que pasara iba a aceptar una botella de agua, por lo que nos abastecimos con una gran cantidad de botellas, con unos cuantos panfletos, y con algunas personas dispuestas a orar. Y así nos dispusimos a comenzar el día que habíamos fijado para hacer esa actividad. ¿Qué creen que sucedió? Repartimos todos los panfletos… y hubiéramos necesitado más; las personas hicieron fila para que oráramos con ellas… y nos sobraron muchas botellas de agua porque la mayoría nos decía: «Gracias por orar conmigo; denle el agua a alguien que la necesite más que yo». ¿Por qué? Porque lo que realmente les importaba era beber del agua viva de Dios, aún en medio de la sed física que tenían.
RESUMEN – En Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne, y en las palabras de la Biblia, tenemos la Palabra viva, refrescante, perdonadora e inspiradora que necesitamos para la vida.
Un pastor metodista inglés escribió: «La Biblia ha guiado mi vida durante más de sesenta años, y les puedo asegurar que no hay ningún otro libro como ella. Es un milagro de la literatura, una primavera perenne de sabiduría, una maravilla de sorpresas, una revelación de misterios, una guía infalible de conducta, y una fuente inexplicable de consuelo. No presten atención a quienes la desacreditan; les aseguro que hablan sin saber. Es la Palabra del mismo Dios. Estúdienla, siguiendo sus propias instrucciones. Vivan según sus principios. Crean en su mensaje. Sigan sus preceptos. Ningún hombre que conozca la Biblia es inculto, y nadie que ignore sus enseñanzas es sabio».
Hoy, el profeta Isaías nos dice aún más. La Palabra de Dios no sólo nos da sabiduría, educación, moral y ética… La Palabra de Dios literalmente salva, refresca y restaura a quienes la leen y la reciben. ¿Tienes sed? Ven y bebe de esta agua que Dios te ofrece hoy. Escucha lo que Jesús te dice en Juan 4:13-14:
«Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed, pero el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna.» Si de alguna forma podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.