PARA EL CAMINO

  • Reflexiones sobre la cruz

  • febrero 26, 2012
  • Rev. Roberto Bustamante
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: 1 Corintios 1:22-24
    1 Corintios 1, Sermons: 9

  • Jesús tenía que morir para que tú y yo podamos vivir. ¿Te das cuenta del precio que Jesús tuvo que pagar en la cruz para que tus pecados y tu culpa fueran transformados en perdón, vida eterna, salvación, esperanza duradera, y paz?

  • «Mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo es poder de Dios, y sabiduría de Dios», nos dice el apóstol Pablo en el versículo 24 del texto que acabamos de leer. Jactancia de Pablo que a los creyentes nos agrada abrazar, particularmente al atravesar nuestros dolores y penas. Pero, a decir verdad, nuestra relación con el símbolo de la cruz no es precisamente la misma que expresa aquí el apóstol.

    Desde el día en que fue utilizada para eliminar a aquel profeta Nazareno llamado Jesús, la cruz ha recorrido un largo camino. El símbolo de la cruz tardó un poco en ser utilizado por la primera iglesia cristiana. Inicialmente utilizaban otras imágenes para representar su fe, como por ejemplo la del pastor que carga en su espalda a la pequeña oveja; el anagrama del pez, tan conocido y utilizado aún hoy día, que escondía detrás del término griego ichtus, que significa ‘pez’, las iniciales de la confesión de su fe: «Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador»; o el pelícano que, en línea con la antigua creencia que en tiempos de escasez este ave alimentaba a sus crías con su propio cuerpo, representaba la entrega de Cristo como alimento para la vida eterna.

    Con el pasar del tiempo la Iglesia cristiana incluyó la cruz en su simbología, hasta que finalmente se volvió un ícono o símbolo fundamental para la vida espiritual del creyente. Pero, así como la Iglesia cristiana se volvió parte del mundo, parte del estado del Imperio Romano, la cruz también cruzó sus fronteras y se convirtió en un emblema de poder político y militar. Desde Constantino hasta las Cruzadas de la Edad Media… desde las Cruzadas hasta la conquista española del nuevo mundo… y desde allí hasta el nazismo, la cruz tomó el nuevo sentido de hacer sagrado lo profano, y de respaldar la atrocidad del abuso de poder y el fraude. Hoy día, en el mundo de la tecnología y la estética, la cruz sigue encontrando sus nuevos espacios en el adorno de la moda retro, o en el flash drive con forma de crucifijo que se ofrece por la Internet.

    En este largo camino que la cruz ha transitado a través de los siglos, los seres humanos la hemos domesticado, nos hemos acostumbrado a ella, y hasta hemos aprendido a vaciarla de su potencia, de su valor, y de su significado original. Porque en los comienzos las cosas no fueron precisamente así. No por nada, a los primeros cristianos les costó tanto conjugar la idea de que Jesús fuera Dios y al mismo tiempo un crucificado, tal como lo expresan las siguientes citas de Melito de Sardes, uno de los padres de la Iglesia del siglo dos, y prolífico escritor del cristianismo primitivo.

    La primera cita dice: «El que colgó el mundo [en su lugar], cuelga allí; el que fijó los cielos, está allí clavado; el que dio firmeza a todas las cosas, es afirmado contra el madero; el Amo ha sido insultado, Dios fue asesinado… ¡Oh, asesinato extraño! ¡Oh, crimen más insólito! El Señor fue tratado de un modo inapropiado, su cuerpo expuesto en desnudez; ni siquiera fue considerado digno de una ropa para no ser visto. Por eso las luces se apagaron y el día oscureció: para ocultar a aquel [que colgaba] desnudo en la cruz».

    En la segunda cita, Melito de Sardes dice: «La tierra se sacudió y sus fundamentos temblaron; el sol huyó y los elementos del cielo dieron un paso atrás, y el día se volvió en oscuridad: pues no podían soportar ver a su Señor colgado de aquel madero. La creación entera estaba espantada, y anonadada decía: ¿qué nuevo misterio es éste?» (ANF 8:1103).

    No por nada, uno de los primeros crucifijos sobrevivientes fue dibujado por un opositor del cristianismo quien, para burlarse de la fe, dibujó a un tal Alexámenos adorando a un dios con cara de burro y colgando de una cruz. Es que, en sus inicios, la cruz fue un verdadero escándalo, un espanto vergonzoso y blasfemo.

    Por su parte, el historiador judío Flavio Josefo llamó a la crucifixión: «la más desdichada de las muertes» (Bell VII.203), y el escritor romano Celso, que vivió en el siglo II después de Cristo, denigró a los cristianos que habitaban en su ciudad diciendo que sólo personas tan despreciables como los primeros creyentes, que formaban una comunidad marginal, podían adorar a un crucificado.

    Es que la cruz era el método de ejecución reservado para los más despreciados y peores delincuentes, pues no causaba una muerte inmediata. La mayor parte del castigo consistía en lo que le sucedía a la persona antes de la muerte: la tortura pública del crucificado era usada como una advertencia para el resto de la población, para que a nadie se le ocurriera imitar su delito. Los historiadores nos dicen que no existía un modo «apropiado» para crucificar, ya que ésta era la instancia en que se daba rienda suelta a la creatividad del sadismo de los torturadores.

    Frente a todo eso, nos preguntamos: ¿por qué será que Dios escogió tan espantosa muerte para su glorificación (de acuerdo al lenguaje del evangelio de Juan), y para nuestra salvación? ¿No podría haber elegido morir dignamente como los patriarcas? O mejor aún, ¿no podría haber completado su tarea y ser llevado al cielo como Enoc y Elías en el Antiguo Testamento?

    Dios respondió estas preguntas por medio del profeta Isaías, siglos antes de la muerte de Cristo. En el capítulo 53, versículos 4 y 5, Isaías dice: «Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos nosotros curados».

    La razón, entonces, por la cual Dios escogió la cruz, fue porque el problema por el cual Cristo había venido al mundo era aún más atroz que el mismo madero. Se trataba de nuestro pecado, de nuestra ruptura total con Dios, de nuestra enemistad radical que nos lleva no sólo a desobedecer su Ley, sino a cometer el crimen de sacarlo a Dios de nuestra historia, dándole un certificado de defunción para que nos deje vivir tranquilos. Y se trataba también de la ira de la justicia divina que, lejos de ser reprimida en el corazón de Dios y transformada en llanto, depresión o indiferencia, se vuelve en nuestra contra con todo lo fulminante y espantoso que puede significar tenerlo al Dios supremo como enemigo.

    Hablando acerca de la crucifixión de Jesús, el teólogo contemporáneo alemán Jorge Moltmann dice que: «El abandono, expresado por Jesús mediante su grito de muerte es… un suceso entre Dios y Dios… es Dios contra Dios… y no se debe minimizar.» También dice que: «Jesús fue rechazado como «blasfemo» por los legalistas de su pueblo, y los romanos lo crucificaron como «revolucionario». Pero en definitiva, y conforme con la más profunda verdad, murió como el «abandonado de Dios».»

    Cristo escogió la cruz porque no solamente había venido a resolver nuestro problema, sino porque también había venido a ser como uno de nosotros, o sea, enemigo y maldito de Dios. Es por eso que el apóstol Pablo nos dice que murió como maldito, colgado del madero: para absorber sobre sí mismo el castigo de la ley que nos correspondía a ti y a mí.

    El centro del mensaje del Nuevo Testamento es la declaración que la muerte atroz de Jesucristo en la cruz logró su objetivo. O sea, que el juez airado, el Dios justo, supremo y tremendo, descargó su condena sobre el único que era capaz de pagarla y lograr, así, saldar nuestra deuda. Es entonces allí, en la cruz del Calvario, donde tu culpa, por más pesada y extrema que sea, y por más imborrable que te parezca, es eliminada por el Juez que ahora te regala su perdón… y todo gracias a esa cruz con la que Jesús ocupó tu lugar.

    Esto nos da una segunda respuesta a la pregunta del por qué de la cruz: porque si bien es cierto que allí se expone lo atroz de nuestro dilema con Dios, más cierto aún es que la cruz manifiesta el compromiso completo y absoluto de su amor y de su entrega por nosotros. En el capítulo 4 versículo 10 de su Primera Carta, el apóstol Juan escribe: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados». Y en la misma línea avanza el apóstol Pablo en su carta a los Romanos, capítulo 5 versículos 8 y 10, cuando dice que: «Dios muestra su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros», y que «si, cuando aún éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él mediante la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, habiendo sido reconciliados, seremos salvados por su vida!»

    Entonces, el espanto y la bajeza de la cruz, piedra de tropiezo para quienes esperan que el Dios todopoderoso se manifieste con milagros y prodigios, y locura para quienes le quieren decir a Dios cómo ser Dios, se convierte en el medio a través del cual ese Dios todopoderoso destila su dulzura evangélica que nos cubre como un bálsamo, nos abraza, nos perdona, nos crea de nuevo, y nos libera de las garras del enemigo. De esta manera, el Cristo crucificado se vuelve verdadero poder y sabiduría de Dios.

    Muy bien… pero seguimos preguntándonos: ¿no podría Dios haber resuelto nuestro problema del pecado y habernos entregado su amor sin atravesar por semejante infamia y deshonor? ¿Por qué insiste en seguir recordándome no sólo año tras año, sino también día tras día, su pasión y muerte, aplastando así tantas de las expectativas que pongo en él y en mí mismo? ¿Por qué sigue hablándome en su Palabra de su ira terrible, y cuando me habla de su amor, lo tiñe con tantas marcas oscuras de sufrimiento y dolor? ¿Por qué sigue Dios actuando como un cordero crucificado, sin responder cuando lo blasfeman? ¿Acaso no puede hacer callar a quienes lo acusan injustamente y se burlan de él? ¿Por qué sigue permitiendo las tragedias humanas que creemos que debería evitar, sin justificarse delante de quienes lo siguen acusando y maltratando? ¿Acaso no es el Dios todopoderoso, el Creador del cielo y de la tierra y de todo lo que hay en ella?

    Sí, sin ninguna duda Dios es el todopoderoso Creador del cielo y de la tierra que podría hacer todo lo que a nuestra mente humana se le ocurriera. Pero sin la cruz con la que él baja a la miseria de nuestro mundo y a nuestra propia miseria… y con la que nos baja de nuestros delirios de grandeza, no hay Dios al que podamos realmente encontrar. Y esto no se debe a un capricho de él de hacerse nuestro y accesible por primera vez en el crucificado. No. Esto se debe, una vez más, a la inmensidad de la distancia que, por causa de nuestro pecado, nos separa de él.

    Dios es infinito y nosotros somos pequeños. Dios es santo, y nosotros perversos. Es por ello que él tuvo que apartarse y tomar distancia de nosotros. Y nosotros, por nuestra parte, nos alejamos de él recreándolo a nuestra imagen y semejanza, moldeándolo según nuestra conveniencia. Entonces ahora somos nosotros quienes le decimos lo que tiene que hacer como Dios. Y peor todavía, creemos que podemos escalar hasta él sin grandes inconvenientes, olvidándonos del grave obstáculo que nuestro pecado puso entre él y nosotros. Así que ahora Dios tiene una tarea doble: en primer lugar, tiene que venir a nuestro mundo y hacerse uno de nosotros, para salvarnos de nuestros pecados. En segundo lugar, también tiene que hacernos bajar de nuestros delirios de grandeza que nos hacen creen que estamos tan cerca de Dios, que podemos decirle a cómo ser Dios.

    Una vez más leemos de la primera carta de Pablo a los Corintios, capítulo 1, versículos 27 a 31, donde escribe: «Pero Dios escogió lo insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es, a fin de que en su presencia nadie pueda jactarse. Pero gracias a él ustedes están unidos a Cristo Jesús, a quien Dios ha hecho nuestra sabiduría -es decir, nuestra justificación, santificación y redención- para que, como está escrito: «Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe en el Señor»».

    Dios no nos aplasta porque tiene miedo de que levantemos vuelo, sino porque sabe que, cuando lo hacemos por nuestra cuenta, no hacemos otra cosa que repetir la vieja historia de Adán y Eva, O sea, levantamos un vuelo que termina en destrucción y muerte. Dios nos aplasta para poder levantarnos a la vida verdadera y plena. Dice Martín Lutero: «Es característica de Dios el hacer algo a partir de la nada. Por lo tanto, Dios no puede hacer nada a partir de quien aún no es una nada… De modo que Dios no recibe a nadie, sino al abandonado; no cura a nadie, sino al enfermo; no le da la vista a nadie, sino al ciego; no resucita a nadie, sino al muerto; no santifica a nadie, sino al pecador; no hace sabio a nadie, sino al ignorante.»

    Pero él te hace ser todo eso… abandonado, enfermo, ciego, pecador, ignorante y muerto, para poder hacer una nueva criatura. Para poder crear en ti aquello que es propio de él, en lo que él se deleita, y por lo que él lo ha dado todo. Dios quiere hacerse tu justicia, tu santidad, tu vida y tu fortaleza. Él quiere recibirte y abrazarte como su hijo amado, y hacerte partícipe de lo que sólo le pertenece a él por derecho propio: la vida eterna e incorruptible.

    Precisamente de esto nos habla el apóstol Pablo en el capítulo 12 de su segunda carta a los Corintios, cuando se refiere a los padecimientos que sufría por causa del evangelio. En los versículos 7 a 10, nos dice: «Para evitar que me volviera presumido… una espina me fue clavada en el cuerpo, es decir, un mensajero de Satanás, para que me atormentara. Tres veces le rogué al Señor que me la quitara; pero él me dijo: «Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad.» Por lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo. Por eso me regocijo en debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte».

    La vida no es fácil. Tú y yo lo sabemos muy bien. En este tiempo de Cuaresma, cuando caminamos hacia la cruz llevando a cuesta tantas cruces, te invito a que lo hagas con esperanza, sabiendo que ese mismo Dios todopoderoso que creó el cielo y la tierra, está obrando en ti a través de ellas. Porque es en medio de nuestras debilidades, donde el poder y la salvación de nuestro Dios se hacen realidad.

    Que el Señor te bendiga ricamente en estos días de Cuaresma. Amén.