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PARA EL CAMINO
La vida sumisa del Señor Jesús demuestra su amor y su total devoción al plan de salvación del Padre. Jesús vivió, sufrió, y murió por nosotros. Ahora, el victorioso Salvador nos dice: «Cree en mi y serás salvo».
Hace unos años, al finalizar la Escuela Bíblica de Vacaciones nuestra congregación hizo un picnic. Durante el almuerzo celebramos varias cosas: agradecimos por tener suficientes maestros; por la participación de los alumnos; porque nadie se lastimó ni se enfermó; porque habían participado algunos niños no cristianos del barrio; porque nadie había perdido la cordura. Las cosas que normalmente se celebran en las Escuelas Bíblicas de Vacaciones.
Algo que recuerdo de ese día fue una madre que tenía a su niño sentado en su regazo. Pero eso no es lo memorable. Lo memorable era la velocidad, o más exactamente, la lentitud con que el niño de 3 años comía. Todos sabemos que los glaciares se desplazan muy lentamente, por lo que observarlos moverse es aburrido. Pero al menos su movimiento se puede medir. Pero no puedo decir lo mismo sobre la forma en que comía ese niño. Durante diez minutos, la madre pacientemente le dijo: «Jeremías, come tu salchicha». Jeremías sonreía. A los diez minutos, la madre intentó una táctica distinta: el soborno. «Jeremías, si comes tu salchicha, podrás ir a jugar con Mario, que está solo. ¿No te gustaría ir a jugar con tu amiguito Mario?». Jeremías sonrió y dijo: «No me gusta Mario». La madre nombró otros amiguitos con los que generalmente le gustaba jugar, pero al parecer ese día no.
Pasados veinte minutos del maratón de no comer, le pareció a la madre que Jeremías había hecho de esto una prueba de fuerza de voluntad. Los ojos de la madre se redujeron, las mejillas le temblaron, enderezó la espalda, acomodó la servilleta en el regazo de Jeremías y dijo: «Jeremías, tienes que comer tu salchicha. Nos quedaremos aquí sentados hasta que termines de comerla». Jeremías sonrió, miró a su alrededor, y siguió como si no hubiera escuchado nada. Ese compromiso pudo haber sido permanente si la madre no hubiese cometido un error fatal. Ella supo que erró antes que las palabras salieran de su boca, pero no pudo contenerse y dijo: «Jeremías, harás a mami muy feliz si ella no ve más esa salchicha en tu plato». Jeremías, quien hasta ese momento demostraba una gran lentitud, se puso en acción. Con una mano sujetó el plato, y con la otra tiró los trozos de la salchicha en la arena que cubría el área de recreo.
Luego, con tono de triunfo, por primera vez después de una hora, Jeremías se volvió hacia su madre, levantó el plato, e inocentemente dijo: «Mira mami, no hay más salchicha en el plato de Jeremías». Es cierto que una madre cristiana no debe maldecir, pero su rostro decía lo contrario. Si bien no dijo nada, suspiró profundamente, movió la cabeza, mantuvo su promesa, y dejó ir a jugar a Jeremías. Puede que mi memoria me falle, pero creo haber visto que una lágrima se deslizaba por su mejilla mientras buscaba una aspirina en su bolso. Media hora después estaba como nueva para enfrentar la batalla que, eventualmente, hizo de Jeremías uno de los mejores jóvenes cristianos que conozco.
No sé si será lo mismo con una niña que mi esposa Pam y yo vimos la semana pasada en una tienda. Éramos los quintos en la fila para la caja, y esta hermosa niña rubia de 4 años de edad estaba delante de nosotros. La niña, Leah era su nombre, simplemente dijo que quería algo y se puso a gritar… fuertísimo. Todo estaba en silencio y la niña, sin previo aviso ni calentamiento, pegó un grito que rompió el vidrio del mostrador que estaba a cinco góndolas de distancia. La niña no se lastimó; sólo vio algo que quería, y sabía que su grito tenía la habilidad de doblegar la voluntad de su padre como un sauce al viento.
El papá no discutió. En su deseo de complacer a su diminuta dictadora, el padre se adelantó en la fila y tomó lo que su princesita deseaba, pero tomó el objeto incorrecto. Ella lo miró con desdén, tiró el objeto al piso y gritó… más fuerte aún. Luego, con un golpe que enorgullecería a un maestro de karate, golpeó a su padre en el mentón con el puño cerrado. El padre vaciló por un momento, se compuso, y consiguió el objeto que deseaba su descontrolada hija. Pam y yo nos miramos como diciendo: «Pobre padre, que el Señor tenga misericordia de él».
Comparto estos relatos porque son un contraste con las Escrituras, las que con una historia y unos pocos versículos, cubre los años de Jesús desde su nacimiento hasta el inicio de su ministerio a los 30 años de edad. Muchos de ustedes están familiarizados con este relato. Lucas cuenta cómo Jesús, su familia, y un montón de personas de Nazaret, hicieron el peregrinaje anual para asistir a la fiesta de Pascua en Jerusalén. Cuando el festival finalizó, todos volvieron a sus casas. María y José, creyendo que Jesús estaba con sus amigos, no se preocuparon por él. Recién más tarde notaron que no estaba por ningún lado. Naturalmente volvieron a Jerusalén. Después de un tiempo buscándolo, lo encontraron en el templo conversando con los sabios de Israel.
No hay duda que María y José, como cualquier padre o madre, entraron en conflicto al encontrar a su hijo. Por un lado querían abrazarlo, y por otro gritarle por hacerles pasar por esa preocupación. Luego del encuentro, Jesús les recordó a María y José que él estaba cumpliendo la misión de Dios. Él estaba en una misión que terminaría cuando, en una Pascua futura, sería crucificado para salvar a la humanidad de sus pecados. Lucas resume esos años con el versículo: «Así que Jesús bajó con sus padres a Nazaret y vivió sujeto a ellos».
En el transcurso de mi vida habré leído ese versículo 40 ó 50 veces. Aún así, no fue hasta que preparé este sermón que resaltaron ante mí estas palabras: «Él… vivió sujeto a ellos». Son cinco, ¿verdad? Sí, cinco palabras: Él vivió sujeto a ellos. Estas palabras me sorprendieron: ¿cómo habrán sido las cosas en la casa y en el trabajo de José el carpintero? Piénsenlo. Cuando yo era chico, mi padre me decía: «Hijo, no importa cuán inteligente te vuelvas, siempre seré más inteligente que tú, pues te llevo una ventaja de 25 años». Pero José no podía decirle eso a Jesús. Su hijo adoptivo tenía la sabiduría y la edad de la creación. Pero hay más. Cuando yo era niño, pensaba que mi padre era la persona más fuerte del mundo. Jesús es omnipotente. ¿Cómo se trata a un hijo adoptivo que es omnipotente? Sé que el Salvador no usaba sus poderes, y que no hizo ningún milagro hasta que estuvo en la boda que tuvo lugar en el pequeño pueblo de Caná, cuando tenía 30 años. Pero eso no cambia el hecho que Jesús era el Hijo de Dios.
Piénsenlo. ¿Cómo lidiar con un Hijo que simplemente era santo, que nunca se equivocaba? ¿Cómo se relacionaban con él su amiguitos, y cómo trataban a un compañero de clases que nunca pecaba? ¿Lo llamaban «santurrón»? ¿Le hacían bromas? ¿Intentaban intimidarlo? Probablemente sí, especialmente si sus padres les decían: «¿Por qué no sigues el ejemplo de Jesús? ¿Por qué no puedes ser bueno como él?» Leyendo estos versículos, desearía que Lucas hubiera dado un poco más de información sobre la niñez de nuestro Salvador. Todo lo que sabemos es que «Jesús vivió sujeto a ellos». ¿Habrá sido frustrante estar sometido a personas menos inteligentes, menos fuertes, con menos talentos, personas imperfectas? ¿Se da cuenta de lo que quiero decir? La sumisión de Jesús es la representación del amor y la total devoción a su misión. La sumisión de Jesús a sus padres nos muestra una cualidad que ni Jeremías, ni la niña de mis historias anteriores, ni nosotros, jamás tendremos. Jesús fue sumiso porque sabía que era lo correcto y apropiado.
La sumisión de Jesús a María y José sólo fue parte de su vida de obediencia a su divino Padre. Fue el Padre quien envió a su Hijo a la tierra para hacer el sacrificio por la humanidad, sacrificio que sólo el Hijo de Dios pudo ofrecer para cumplir la promesa que cambiaría el destino eterno de millones de pecadores que estaban condenados a muerte.
Incluso antes de nacer Jesús se sometió a ese plan que requería que ofreciera su vida por la nuestra. Léalo detenidamente y verá que es así. José, su padre terrenal, recibió por revelación divina (Mateo 1:21) que, de acuerdo a una antigua profecía, Jesús iba a «salvar a su pueblo de sus pecados». El primer registro que tenemos de las palabras de Jesús, es cuando él mismo afirma que debe estar en la casa de su Padre, atendiendo los negocios de su Padre. Años después, en el río Jordán, Jesús fue bautizado por su primo Juan. Cuando Juan dijo que era él quien debía ser bautizado por Jesús, pues él era el pecador, Jesús le respondió: «Dejémoslo así por ahora, pues nos conviene cumplir con lo que es justo» (Mateo 3:15). Su bautismo fue parte de su sumisión a los planes del Padre para salvarnos.
A lo largo de su vida, Jesús se mantuvo sumiso a ese plan. Cuando el diablo lo tentó en el desierto diciéndole que se salvara a sí mismo y nos dejara morir, Jesús se mantuvo fiel al plan de salvación. Pocos meses después, cuando su vida y ministerio tenían las horas contadas, Jesús fue al jardín de Getsemaní. Allí, mientras oraba, el peso aplastante de los pecados del mundo fue puesto sobre él. Todo pecado, dolor, culpa, odio, injusticia, prejuicio, codicia, deslealtad, y engaño cometidos por todas y cada una de las personas que existieron, existen o existirán alguna vez en el mundo, todo ese peso fue cargado sobre él. No es extraño que las Escrituras mencionen que incluso el omnipotente Hijo de Dios cayó al suelo, y de su rostro salieron grandes gotas de sangre.
Comprendamos que él no merecía nada de eso; él no tenía por qué soportar ese dolor. De hecho, tres veces pidió ser liberado del plan de morir, pero las tres veces, en sumisión, dijo a su Padre, «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Su misión era ofrecer su vida para nuestra salvación. Y así Jesús siguió sumiso al sacrificio y sufrimiento por el cual debía pasar. Antes de dejar el jardín de Getsemaní, uno de sus discípulos lo traicionó. Judas no traicionó al Salvador desde la distancia o las sombras, sino con la ayuda de un grupo armado. Judas se acercó a Jesús, lo saludó con un beso (que era el saludo reservado para los amigos más íntimos), y así puso en marcha el acto de clausura en la vida sumisa de Jesús.
Las Escrituras no dan muchos detalles acerca de la niñez de Jesús, pero sí pintan con vivos colores sus últimas horas. Siglos antes, el profeta Isaías había dicho cómo Jesús se comportaría en sus pruebas. Inspirado por el Espíritu Santo, el portavoz de Dios había predicho (Isaías 53:7) cómo Jesús se sometería al plan de su Padre y rehusaría defenderse. Isaías dijo que el todopoderoso Hijo de Dios, el León de Judá, se dejaría llevar como un silencioso cordero, y que moriría como tal. Y así fue. Golpeado, magullado, azotado, burlado y despreciado, Jesús cargó su cruz hasta el lugar de su ejecución. Allí, en la cruz, Jesús logró ver más allá del dolor y el peso de nuestros pecados, y dejó al cuidado de un amigo a su madre y prometió la vida eterna a un criminal quien estaba muriendo a su lado.
Allí, en la cruz, podemos ver claramente cuánto nos amó Jesús. En cualquier momento, y sin ningún esfuerzo, él podría haberse liberado de los clavos que lo sujetaban a la cruz. Con un simple movimiento de su mano podría haber alejado a la muchedumbre que se deleitaba con su agonía. Pero no lo hizo. En su lugar, bajó la mirada hacia los soldados que estaban apostando por su ropa; mirando a los hombres quienes orquestaron su muerte, los perdonó. Luego, cuando la muerte se acercaba, Jesús entregó su espíritu y murió. Toda su vida la vivió sumiso al plan de redimirnos. Ahora, en la cruz, su trabajo estaba hecho.
¿Cómo podemos estar seguros que la sumisión de Jesús al plan divino llegó a su fin? ¿Cómo podemos estar seguros de que tuvo éxito en obtener nuestra salvación? Vaya a la tumba prestada donde fue colocado el cuerpo de Cristo, y verá que no está más. Él no está allí porque ha resucitado. Jesucristo resucitó victorioso luego de haber derrotado al demonio, y vencer a la muerte. Jesucristo cumplió todos los mandamientos, y dijo que «no» a todas y cada una de las tentaciones pecaminosas que el diablo le puso en su camino. El triunfante Señor Jesús le muestra a un mundo incrédulo que Dios, en su gracia y maravillosa misericordia, proveyó la salvación a todos los que creen en Él, el divino Libertador. El Señor de la vida resucitó de la muerte y dijo: «Cree en mí y serás salvado de tu destino mortal de condenación».
Hoy compartí la historia de sometimiento del Salvador al plan de salvación de su Padre. Lo que Jesús hizo, lo hizo también por usted, a menos que la arrogancia, la soberbia, el orgullo o el egoísmo le impidan recibir el perdón que Jesús compró con su sangre. Someterse al Salvador puede no ser fácil, ya que a los seres humanos no nos gusta someternos. Deseamos ser líderes, no seguidores, deseamos ser soberanos y autosuficientes, no sumisos y dependientes. Nuestra cultura fomenta la idea que se debe tratar de ser siempre el primero, porque ser segundo es inferior, y se debe ser líder, porque la vida como seguidor es humillante.
Muchas personas no pueden ver que los conceptos de independencia y autosuficiencia no son más que un mito. La verdad es que dependemos unos de otros. El atleta se somete al entrenador, el entrenador se somete al administrador, el administrador se somete al dueño del equipo, y este al consejo administrativo. El consejo administrativo se somete al público que paga, o no, para ver a su equipo, el público se somete al éxito y el éxito se mide en juegos ganados. La relación de triunfos y derrotas depende de los jugadores, quienes se someten a… Ya sabe cómo sigue.
La pregunta, entonces, no es: ‘¿Va usted a someterse?’, sino, ‘¿A quién se va a someter?’ ¿Se someterá a Jesús, como un pecador que necesita un Salvador? Si es allí donde lo conduce el Espíritu, ¡excelente! La salvación es suya. Pero si no es así, entonces, ¿quién será su señor? ¿A quién se someterá? Quizás usted sea la persona más fuerte del mundo, quizás esté en perfecto estado físico y tenga habilidades casi ilimitadas, pero llegará el día en que deberá someterse a la muerte. Cuando llegue ese día, verá que fue un error haber confiado sólo en usted mismo. Cuando le llegue la muerte, ¿qué hará? ¿Cuál será el destino de su alma inmortal? Cuando le llegue la muerte, si Jesús es su Salvador, será bendecido con la vida eterna en el cielo. Pero si él no es su Redentor, lo que le espera es una eternidad de sumisión. Estas son las únicas opciones.
Déjeme preguntarle una cosa: ¿se acuerda de Jeremías, el niño del principio de este mensaje que no quería comer su salchicha? Jeremías venció esa vez en la batalla de voluntades contra su madre. Pero no puede seguir utilizando esa artimaña para siempre. Eventualmente perderá. Si sigue sin comer se pondrá débil, se enfermará, y se morirá. Y no piense que eso jamás sucederá. Hay muchas personas con desórdenes alimenticios que pueden, y ponen, fin a sus días.
Queridos oyentes, pueden ignorar a Jesús hoy, y quizás también mañana, pero al final la muerte llegará, y de ella no pueden librarse. Es mejor recibir la salvación que Jesús ofrece y someterse a alguien que nos ama. Es mejor someterse a alguien que dio su vida para que vivamos.
Para finalizar, si podemos ayudarle a encontrarse con aquél que se sometió para que nosotros no tengamos que someternos eternamente, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.