PARA EL CAMINO

  • Todo trabajo parece fácil

  • junio 28, 2009
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Romanos 8:18
    Romanos 8, Sermons: 4

  • ¿Alguna vez, mientras miraba a alguien hacer algo, pensó: «¡yo lo podría hacer mejor!»? Hay personas que creen que hasta pueden hacer las cosas mejor que Dios.

  • Mi padre, Richard Klaus, fue un hombre muy sabio. Nunca fue a la universidad, pero tenía más sentido común que cualquier otra persona que haya conocido. A nosotros nos transmitía ese sentido común diciéndonos cosas que a veces, debo confesar, nos parecían demasiado simples para ser verdad. Pero ahora que he vivido un poco más y conocido más este mundo, las palabras de mi padre han adquirido un valor y dimensión que de joven no pude apreciar.

    Recuerdo que una vez, al ver a una cuadrilla de trabajadores que en vez de estar cumpliendo con su trabajo de reparar la ruta estaban apoyados en sus palas conversando entre ellos, dije: «Ese es el tipo de trabajo que me gustaría tener». Mi padre enseguida contestó: «Ken, todo trabajo parece fácil cuando no eres tú quien lo tiene que hacer».
    Y tenía razón. Todo trabajo parece fácil cuando no es uno quien tiene que hacerlo. En las ocasiones especiales en que me llevaba con él en el tren a la herrería que tenía en el centro de Chicago, me fascinaba mirarlo atizar el fuego mientras trabajaba el metal. En ese entonces yo pensaba que ser herrero era fácil. Se ponía el metal en el fuego, se hacía algo con él, y ya estaba. Pero en los años que han pasado desde que mi padre murió, he aprendido acerca de la complejidad de su trabajo y de lo mucho que él sabía. Mirando el color del metal sabía cuándo estaba listo para ser trabajado, cuánto podía golpearlo para darle forma, y cuánto debía enfriarlo para poder darle el temple adecuado. Cuando mi padre murió, todo lo que sabía se murió con él.

    Como dije antes, con el pasar de los años he llegado a comprender que mi padre tenía razón cuando decía que todo trabajo parece fácil cuando no es uno quien tiene que hacerlo.
    Una vez, una madre joven con tres niños subió al avión en que yo viajaba. En un vuelo largo es de esperar que los niños se pongan inquietos, y eso fue lo que pasó con esos niños: no se pusieron a gritar ni a correr por el pasillo, sino que simplemente estaban inquietos.

    Cuando el más pequeño se puso a llorar, varias de las personas que estaban alrededor comenzaron a molestarse. Una de ellas incluso pidió para cambiarse de asiento, mientras que otra dijo: «No deberían permitir niños en los aviones». Yo pensé: «todo trabajo parece fácil cuando no es uno quien tiene que hacerlo».

    Debo aclarar que no siempre soy paciente. La semana pasada, cuando volvía de dar una charla, tuve que tomar un taxi. El taxista tenía un nombre largo como de algún país del este de Europa, estaba vestido no muy acorde con la temperatura del día, y tenía mucho acento. Nuestra conversación fue muy breve y cortada por varios «¿cómo?», «perdón», «no entiendo». Mi primer pensamiento fue: «¿Es demasiado pedir a un taxista que pueda entender lo que le digo? ¿Por qué no ponen a alguien que sepa inglés?» Fue en ese momento en que, desde algún rincón escondido de mi memoria, escuché a mi padre susurrando: «Ken, todo trabajo parece fácil cuando no es uno quien tiene que hacerlo».
    Me dirigí al taxista otra vez y le pregunté: ¿Está casado? Sí. ¿Hace mucho? 15 años. ¿Cuánto hace que está en este país? 2 años. ¿Tiene a su familia aquí con usted? No. Ellos todavía están en Estonia. ¿Le va bien en el trabajo? A veces. ¿Cuándo va a venir su familia para acá? Esta pregunta fue más difícil de contestar. Si le entendí bien, dijo que estaba estudiando inglés, manejando el taxi, y que tenía otro trabajo, y que, tan pronto como tuviera suficiente dinero, traería a su familia. Mientras tanto, estaba viviendo con amigos y ahorrando lo más que podía.

    Todo trabajo parece fácil cuando no es uno quien tiene que hacerlo. Esto es especialmente cierto cuando se trata de Dios. En realidad, y aunque quizás pensemos lo contrario, Dios es el único que puede hacer su trabajo. Él es el único que tiene suficiente poder para crear cientos de millones de galaxias. Él es el único suficientemente organizado como para dar a la creación un ritmo que permite que los seres vivos se reproduzcan, y que el tiempo se pueda medir. Él es el único capaz de crear y usar el espectro infinito de colores que despliega un atardecer; de poner música en los pájaros para que cada uno pueda entonar su propia melodía; de crear, controlar y contener la fuerza del viento, de las olas, y de la gravedad. Él es el único que tiene un corazón tan lleno de amor, que decidió compartirlo con la humanidad hecha a su imagen y semejanza. Lea la historia de la creación y podrá escuchar a Dios contándole cómo creó todo, y cómo, al terminar su trabajo, vio que era bueno.

    Y ciertamente lo era. Todo era bueno. El universo en el cual nuestro Dios perfecto nos puso era realmente bueno. Si Adán y Eva hubieran publicado un periódico en el Jardín del Edén, sólo hubieran necesitado hacer un ejemplar, porque no tendrían nuevas noticias para hacer más.

    El titular habría dicho: «TODO ES MARAVILLOSO». Los títulos de los artículos serían algo así como: «Los animales están muy bien», o «Las plantas están creciendo rápido». Otros artículos menos importantes dirían: «No hay malezas para eliminar, ni mosquitos para matar, ni hiedra venenosa para evitar. Las picaduras de las víboras y arañas no son peligrosas, y nadie tiene miedo de los leones, tigres y osos».

    No es que no hubiera malezas o mosquitos o hiedra venenosa, o arañas, víboras, leones, tigres, y osos; sí los había. Pero en el mundo perfecto que Dios había creado, todas esas cosas eran buenas y no causaban problemas. Como las personas no morían (porque la muerte no existía), el periódico no tendría una sección de necrológicas, y tampoco habría historias de descubrimientos o grandes avances médicos, porque tampoco existían las enfermedades.

    Así es como era, y así es como debería haber seguido siendo. Debería, pero no fue. Porque Adán y Eva pensaron que podían ser mejores que Dios, y en un acto de rebelión, dejaron a un lado a Dios y su voluntad, y trataron de tomar el control de sus propios destinos. Fue un error tremendo que marcó a la humanidad para siempre, un error que ha sido y sigue siendo repetido hasta el día de hoy.

    Una muestra de ese error son las pirámides de Egipto, en las cuales miles de miles de personas fueron obligadas a trabajar para que el Faraón pudiera entrar al cielo cómodamente. Lo vemos cuando subimos los escalones de los templos sacrificiales de los Aztecas y nos encontramos con los altares donde se hacían sacrificios vivos, sacando corazones que todavía estaban latiendo para tratar de calmar a los dioses y así poder controlar el destino. Lo vemos en las ruinas de la antigua Roma, donde los grandes emperadores, embriagados por sus conquistas y corruptos por su poder, se proclamaban a sí mismos como dioses vivientes. Presunción falsa, porque cuando se murieron, su poder murió con ellos. Los Imperios de Persia y Babilonia, Alejandro Magno y Aníbal, pensaron que podían gobernar el mundo mejor que Dios, pero aún quienes alguna vez fueron llamados «grandes», hace tiempo se han convertido en polvo.

    Jesucristo vino a un mundo que pensaba que se había quitado de encima a su Rey soberano. Para que pudiéramos ser salvos, Jesús se humilló a sí mismo y vino a vivir entre nosotros. Concebido de una virgen, el Hijo de Dios vino a la tierra a salvar a un mundo que creía que no necesitaba ser salvado; a traer luz a quienes sólo conocían la oscuridad; a dar esperanza a quienes estaban totalmente desesperados. Jesús vino a rescatar las almas esclavizadas que estaban tan ciegas, que no podían ver que el pecado, la muerte, y el diablo las tenían cautivas, y que por sí mismas no se podían liberar.

    Jesucristo, el Hijo perfecto de Dios, vino a este mundo imperfecto y dijo cosas que nunca habían sido dichas. Quienes entendieron su sabiduría divina, pronto se dieron cuenta que los dioses caprichosos, enojados, y ávidos de sangre que habían estado adorando tenían que ser reemplazados por el Dios Trino de misericordia. Quienes vieron a Jesús se admiraron por la vida que vivió, la cual, desde el principio hasta el fin, mostró a la humanidad cuánto quería Dios reinar en sus corazones. Jesús, que había visto corromperse a su creación perfecta, regresó para restaurar, a través de su sacrificio, lo que se había perdido muchos años antes.

    Le invito a que lea en los Evangelios las cosas que Jesús hizo. Cuando el Hijo de Dios vino a este mundo, los ciegos pudieron ver, los cojos pudieron caminar y saltar y reírse, y a quienes estaban condenados a la muerte por la lepra les devolvió la salud y los restauró a la vida. Cuando Jesús habló, los demonios que se habían apoderado de cuerpos y corazones humanos fueron desposeídos, y los muertos fueron resucitados a la vida. En su Persona, en sus palabras, en sus acciones y en su sacrificio, el mundo vio la intensidad e integridad de la gran gracia y bondad de Dios. Los sordos pudieron oír que Dios quería perdonarlos y darles un futuro en el cielo. Quienes por sus trabajos o acciones habían sido rechazados por la sociedad, fueron bienvenidos por Jesús, quien les dijo que sus pecados del pasado podían ser borrados y su futura condenación eliminada.

    «¡Crean en mí! Arrepiéntanse, y serán restaurados y salvados». Ese fue el mensaje de Jesús cuando vino a la tierra. «Déjenme librarlos de las ataduras del pecado y de la sentencia de muerte, y salvarlos de la esclavitud de Satanás. Crean en mí, que he venido a restaurar al Señor a su lugar de autoridad para que pueda hacer todo lo que es necesario para que ustedes sean parte de la familia de la fe.»

    Mi padre decía: «Todo trabajo parece fácil cuando no es uno quien tiene que hacerlo». Y tenía razón. Nadie que observe la vida de Jesús puede decir que lo que él hizo por nosotros fue fácil. Muy poco tiempo después que Jesús naciera, su familia tuvo que huir de la furia de celos de un monarca fuera de quicio. Al comienzo de su ministerio, Satanás se le apareció a Jesús tentándolo con cosas especiales para tratar de desviarlo del camino que habría de traer salvación para la humanidad. Los habitantes de su pueblo natal se negaron a escucharlo, y sus discípulos raras veces lo entendieron. Su familia pensó que no estaba del todo cuerdo, y quienes eran pilares de las comunidades donde sirvió disfrutaban tratando de encontrar cómo confundirlo y degradarlo. Las autoridades religiosas hicieron un complot para matarlo sin perder el apoyo de la opinión pública. La muchedumbre que lo había seguido al comienzo de su ministerio lo abandonó cuando se dio cuenta que no lo podían hacer acomodar a sus deseos y necesidades. Su gobierno, que se jactaba de ser justo en la aplicación de las leyes, le dio la espalda, dejando de lado toda honestidad e integridad.

    Convencidos de que podían gobernar sus vidas y sus destinos eternos mejor que el Hijo de Dios, se pusieron de acuerdo y lo condenaron a muerte. Como nuestro sustituto y sacrificio, llevando nuestros pecados, Jesús fue crucificado. Ese día en que el Hijo de Dios colgaba en una rústica cruz en el Calvario bajo un cielo ennegrecido, el mundo se burlaba, Satanás sonreía, y la muerte danzaba mientras Jesús daba su último respiro. Por su propia voluntad, Jesús soportó los sufrimientos de esas horas a cambio de la gloria que habría de ser revelada.

    Tres días después, esa gloria fue proclamada con una intensidad deslumbrante. En las horas del amanecer, mientras el mundo todavía dormía, el Hijo de Dios rompió las puertas del infierno, se sacudió de encima la muerte y la condenación, y salió de la tumba prestada. Dejando atrás a la muerte, vino a reclamar el universo que había sido robado. A quienes fueron a visitar la tumba, el ángel les dijo: «No está aquí, pues ha resucitado, tal como dijo» (Mateo 28:6a).

    El mundo pudo haberlo desechado antes de ese momento; quienes lo escucharon pudieron haber olvidado todo lo que había dicho, pero nadie pudo ignorar los acontecimientos de esa mañana. El Cristo había triunfado. Desde ese momento hasta ahora, todos los que creen en Jesucristo como Salvador reciben el perdón de sus pecados y saben con certeza que el Rey verdadero reina en sus corazones.

    Espero que usted no me mal interprete. Ni por un momento quiero que piense que por ser cristiano y por tener al Salvador como Señor de su vida, su destino, y su eternidad, su vida vaya a ser fácil. Más allá de lo que otros predicadores puedan decir, la advertencia de Jesús es clara: quienes me sigan tendrán que cargar su cruz. Jesús nos advierte que seremos despreciados, burlados, y hasta perseguidos. Si las cosas no fueran así, mi trabajo sería más fácil, y seguramente habría más cristianos. Pero no puedo decir algo que la Escritura no dice. La Palabra de Dios nos advierte que quienes siguen a Jesús van a sufrir.

    Muchos de los amigos más íntimos de Jesús murieron en forma cruel. En el capítulo 11 de la segunda carta a los Corintios, Pablo detalla el costo de su discipulado. Allí dice que fue azotado cinco veces, y que tres veces fue golpeado con varas; que una vez lo apedrearon, que naufragó tres veces, y que pasó un día y una noche como náufrago en alta mar; que su vida fue un continuo ir y venir de un sitio a otro, sorteando los peligros de ríos, de bandidos, de sus propios compatriotas, y de extraños, y finalmente confiesa haber pasado hambre, sed, frío, y desnudez.

    Si le preguntáramos a Pablo si se arrepiente de haber seguido a Jesús y de haber renunciado a tantas cosas por su causa, de haber perdido el respeto que antes tenía y la buena vida que llevaba, nos respondería como le respondió a través de una carta a la iglesia en Roma que estaba sufriendo persecución: «Considero que en nada se comparan los sufrimientos actuales con la gloria que habrá de revelarse en nosotros».

    Pablo quería que todos supieran que quienes siguen a Cristo habrán de pasar por dificultades, pero también quería que tuvieran en claro que llegará el día en que todas esas dificultades serán vistas como simples inconveniencias, así como la madre que ha sido bendecida con un niño puede olvidar el dolor del parto. Que llegará el día en que comprenderán que, en cada paso del camino, Jesús estuvo con ellos, y cada problema que tuvieron que afrontar, Jesús los afrontó con ellos. Y de la misma forma en que Jesús conquistó la muerte y la tumba, así hará triunfar a sus seguidores.

    Estas, queridos amigos, son las buenas noticias que Dios da a los creyentes a través de la vida, pasión, muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo. ¿Y cómo ha reaccionado la humanidad? Con sólo mirar a nuestro alrededor ya nos damos cuenta. El sufrimiento que tanto usted como muchos otros han experimentado en el pasado o habrán de experimentar en el futuro, el miedo que asalta en la oscuridad de la noche, todo sucede porque los seres humanos rechazan la salvación que Cristo ofrece. Las cosas malas que nos pasan y el pecado que vemos por todos lados, se deben a que la humanidad todavía cree que puede dirigir y controlar el universo mejor que Dios el Creador, Salvador y Santificador.

    Miremos al progreso humano. No hace mucho el mundo anunciaba la revolución industrial, el motor a combustión, el aprovechamiento del poder atómico. Todos se alegraban por lo que habían logrado, y los expertos predecían que esos avances cambiarían nuestros destinos. Y ciertamente lo han hecho, pero no siempre para mejor. La polución afecta a nuestros niños y ciudades, y vivimos en constante peligro de que a algún déspota se le ocurra usar una bomba atómica. El DDT fue excelente para eliminar los insectos de los campos, pero también eliminó las águilas, halcones y búhos de los cielos. La mecanización permitió que bancos enteros de peces pudieran ser pescados con una sola red, pero también exterminó ciertas especies. ¿Es real el calentamiento global? No lo sé, pero sí sé que cada vez que un hombre pecador cree que puede hacer algo mejor que Dios, termina en desastre.

    ¿Qué pasa cuándo los hombres piensan que pueden gobernar el mundo mejor que Dios? Adolfo Hitler pensó que podía, y la Segunda Guerra Mundial dejó millones de muertos y millones más enlutados y marcados para siempre por la tragedia de las cámaras de gas.
    Es fácil para personas como usted y yo pensar que podemos hacer las cosas mejor que Dios, y por eso lo desafiamos, diciendo: «¿Cómo puede Dios ser tan cruel? ¿Cómo puede permitir que suceda algo tan injusto?» Lo criticamos porque estamos seguros que nosotros lo podíamos haber hecho mejor, pero en realidad no podemos.

    Bertrand Russell, un filósofo brillante del siglo pasado, también pensó que podía dirigir su vida mejor que Dios. Cuando tenía 81 años fue entrevistado por la BBC. El periodista le preguntó: «¿De qué se aferra para enfrentar la realidad de la muerte?»
    Russell respondió: «No tengo nada a qué aferrarme, excepto una triste y constante desesperación».

    Si en un momento decisivo como es la muerte todo lo que el mundo puede ofrecer para aferrarse es una constante y triste desesperación, yo me aferro y sigo al Salvador, que me ofrece algo muchísimo mejor. Sigo al Salvador que me ofrece perdón y vida eterna. Sigo al Salvador porque los sufrimientos de esta vida no son nada comparados con la gloria y la felicidad que son mías porque Cristo ha salvado mi alma.

    OREMOS: Padre celestial, creador del cielo y de la tierra, te pedimos perdón por todas las veces que, por haberte desplazado de tu trono, hemos dañado tu creación. Por las veces en que actuamos como si no existieras, olvidando que eres el dueño de todo lo que somos y tenemos. Por las veces en que dejaste de ocupar el primer lugar en nuestra vida. Por el sacrificio de tu Hijo Jesucristo límpianos, perdónanos, y renueva cada día nuestro espíritu, para que nuestras vidas sean un reflejo de tu amor. En el nombre de tu hijo Jesucristo. Amén.

    Si en algo podemos ayudarle, comuníquese con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones.