PARA EL CAMINO

  • Un trabajo sucio

  • febrero 15, 2009
  • Rev. Dr. Ken Klaus
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Marcos 1:45
    Marcos 1, Sermons: 12

  • En la cruz del Calvario Jesús cargó con nuestras penas y enfermedades. A él le tocó el trabajo más sucio de todos: salvar a la humanidad del diablo, del mundo, y de sí misma.

  • Desde hace más o menos cinco años, el canal de televisión Discovery ha estado pasando el programa «Trabajos sucios». En ese programa, el protagonista pasa un día o dos haciendo un trabajo que la mayoría de nosotros no haríamos por nada del mundo. A pesar de ser interesante, más de una vez el trabajo que hace es tan desagradable, que me alegro de no ser yo quien tiene que hacerlo. Quizás muchos de ustedes los harían sin problemas, pero yo no.

    Pero de lo que en realidad quiero hablarles hoy es de una tarea muy común, pero que nunca va a salir en un programa de televisión. Me refiero a cambiar pañales. En estos momentos habrá muchos hombres diciendo «yo no cambio pañales», y muchas mujeres que dirán «he cambiado cientos de pañales en mi vida, eso no es nada». Déjenme seguir. No estoy hablando de cambiarle los pañales a su hijo, a esa criatura por quien daría hasta la vida, sino cambiarle los pañales a un niño que no es el suyo, a un niño con quien no le une ningún lazo afectivo.

    Cuando le pregunté a mi asistente cuál había sido su experiencia cuando había tenido que cambiar pañales, su respuesta fue «que lo hizo porque no tenía más remedio que hacerlo». Cuando le pregunté acerca de cambiarle los pañales a otros niños que no fueran los suyos, me dijo que «si tuviera que hacerlo lo haría, pero que no le gustaría para nada». Le pregunté cuál era la diferencia, y me dijo que por sus hijas estaba dispuesta a hacer cualquier cosa porque las amaba, pero que no necesariamente amaba a todos los niños. Creo que estamos de acuerdo en que hay tareas o trabajos que no nos gustan hacer, pero que igual estamos dispuestos a hacerlos cuando son para el bien de un ser querido.

    Algunos de ustedes quizás recuerden cuando el polio todavía era una terrible realidad. Aquí en los Estados Unidos, el Departamento de Salud había impreso unas tarjetas que usaba para poner en cuarentena las casas en las que vivía alguien que había contraído esa enfermedad. En ellas se decía claramente que quien violara la cuarentena tendría que pagar una multa e iría a la cárcel por un mes.

    ¿Recuerdan cuando aparecieron los primeros casos de SIDA? ¿Se acuerdan del terror que causó? A los niños que habían contraído la enfermedad a través de una transfusión no se les permitía ir más a la escuela, eran rechazados por sus amiguitos, y a muchos se los trataba como si ya estuvieran muertos.

    Más o menos así se trataba a los que sufrían de lepra en la época de Jesús. En realidad se los trataba muchísimo peor. De acuerdo al Antiguo Testamento (Levítico 13:45-46), cuando una persona se enfermaba de lepra inmediatamente quedaba excluida de su familia y amigos, y pasaba a ser un marginado de la sociedad. Nada de un abrazo o un beso de despedida. Todo contacto estaba prohibido, así como también estaba prohibido tocar cualquier cosa que el leproso hubiera tocado.

    El leproso, por su parte, debía rasgar sus ropas, dejar crecer su cabello para cubrir parte de su rostro, y gritar «¡Impuro! ¡Impuro!» No era inusual quemar la casa donde el leproso había vivido, y hasta hubo casos de personas sanas que sin vacilar se cortaron una mano por haber tocado sin querer algo que un leproso había tocado antes. ¿Por qué? Porque tener lepra era una muerte en vida. De ahí surgió la frase: «es más difícil sanar a un leproso que resucitar a un muerto».

    En el primer capítulo del Evangelio de Marcos se nos habla de un leproso que se acerca a Jesús. Hay quienes dicen que el sólo hecho de acercarse ya fue un acto de valentía. Pero más aún, fue un acto de desesperación. Probablemente haya pensado: ‘total, ¿qué voy a perder? Si me apedrean por lo menos voy a morir rápido y no tendré que seguir viviendo en soledad, apartado de mis seres queridos’.

    Arrodillándose delante de Jesús, le suplica: «Si quieres, puedes limpiarme.» A nosotros también nos han hecho la misma súplica. ¿Alguna vez cruzó a alguien parado en la ruta haciendo señas para que lo lleve? Le estaba pidiendo: «Si quiere, puede llevarme hasta donde voy». ¿Cuál fue su reacción?

    Los que viven en la ciudad más de una vez han visto a alguien sosteniendo un cartel que dice: «Necesito trabajo para dar de comer a mi familia.» ¿Cómo respondió a esa súplica?
    Hace apenas un mes y medio a la entrada de muchos negocios había alguien haciendo sonar las campanas del Ejército de Salvación. Los conocidos baldes rojos decían: «En esta época de Navidad usted puede ayudar a quienes lo necesitan… si es que quiere.» ¿Qué hizo usted? Muchos de ustedes habrán puesto uno o cinco dólares la primera vez. Pero, ¿qué hizo la segunda vez que pasó al lado de uno de ellos? ¿Y la tercera vez?

    No sé qué hizo en esas situaciones en que se le pidió que cambiara una situación, pero sí sé lo que Jesús hizo por ese leproso que se arrodilló delante de él y le pidió ayuda. El Evangelio sigue diciendo con mucha simpleza: «Jesús, teniendo misericordia de él…». ¿Quién no iba a tenerle misericordia? El pobre hombre seguramente tenía cicatrices por todo el cuerpo, y su futuro era totalmente negro. La mayoría de nosotros hubiéramos estado llenos de compasión. Pero la compasión no podía cambiar el mañana de ese hombre. La compasión no fue suficiente para Jesús. Compasión fue lo que motivó a Jesús a extender la mano y tocarlo.

    Volvamos por un momento al principio de este mensaje, donde hablé de los trabajos sucios… esas tareas que son tan feas y repugnantes, que nadie quiere hacerlas. Al tocar al leproso, Jesús hizo algo que nosotros nunca haríamos. Al tocar al leproso, Jesús se hizo «impuro» a sí mismo. Al tocar al leproso, Jesús se excluyó a sí mismo del resto de la sociedad. Al tocar al leproso Jesús se acercó y se identificó con él de una forma que a nadie se le hubiera ocurrido hacerlo. Al tocar al leproso Jesús mostró que estaba dispuesto a hacer hasta el trabajo más sucio que pueda existir en el mundo.

    Aunque la Biblia no dice nada al respecto, si alguien hubiera visto la mano de Jesús dirigiéndose al leproso, hubiera gritado: «¡No lo hagas! ¡No te arriesgues! ¿Estás loco?» Así es como nosotros hubiéramos reaccionado. Pero Jesús, lleno de compasión, tocó al leproso, lo curó, y lo despidió con órdenes de no contarle a nadie lo que había pasado.

    La narración bíblica termina diciendo que el leproso no hizo caso de las instrucciones de Jesús, sino que a cada persona con que se encontraba le contaba lo que el Salvador había hecho por él. Y las personas, que lo conocían bien, le creían. Entonces buscaron a todos los enfermos e inválidos y los llevaron a Jesús para que los sanara. Jesús le había devuelto la vida a quien estaba muerto; había hecho una de las tareas más sucias; casi una de las más sucias.

    Esta es una de mis historias favoritas del Salvador, y espero que también lo sea para usted, porque, en definitiva, la historia del leproso es la suya y la mía. Es cierto que ni usted ni yo tenemos lepra. Es más, gracias a los avances de la medicina, en este país hace muchísimos años que nadie ha visto una persona con esa enfermedad. Pero aún así, la historia del leproso sigue siendo nuestra historia.

    Usted y yo estamos enfermos con una enfermedad heredada y causada por nosotros mismos. Una enfermedad que, sin el «toque» del Salvador, es terrible, incurable, y terminal. Muchos de ustedes estarán pensando: «¡no sé de qué está hablando, porque yo no estoy enfermo!»

    Déjeme explicarle: su enfermedad es el pecado. Usted no es un leproso, pero sí un pecador. Usted y yo, y toda la humanidad, somos pecadores. Nacimos pecadores, y moriremos pecadores. La lepra puede ser una enfermedad horrenda que si no se la trata desfigura y deja deforme el cuerpo de las víctimas. El pecado no es menos horrendo, sólo que su fealdad se expresa dentro de nosotros, en nuestras almas, y no hay cómo esconderla. Para el mal aliento hay pastillas de menta, para la transpiración hay desodorantes, para las casas hay desodorantes de ambientes… pero no existe ningún producto que pueda quitar el olor y la pestilencia del pecado.

    Muchos de ustedes están casados, y algunos quizás lo han estado ya por muchos años. Cuando tiene una discusión con su marido o mujer, ¿se anima a decirle lo que realmente está pensando? Si no lo hace, ¿por qué no? ¿De qué tiene miedo? ¿De que la persona a quien ama se desilusione de usted?

    Algunos de ustedes recién están empezando a salir con alguien que les gusta, y hacen todo lo que pueden para impresionarle bien. ¿Le están dejando ver a la misma persona que ven sus padres y hermanos? Por supuesto que no. Lo único que quieren mostrar es la parte linda y agradable de su personalidad.

    Haga la prueba. Pregúntele a la persona más buena que conozca si siempre es así de buena. Le puedo asegurar que 9 de 10 se van a reír y le van a decir: «yo no soy bueno». Y no lo van a decir por una modestia falsa, sino porque saben que no lo son. Muy dentro nuestro tenemos la enfermedad del pecado. Hacemos muchas cosas para evitar que los demás la vean, pero igual sigue estando. Esa enfermedad del pecado es lo que nos hace estar sucios, solos, asustados, aislados, y tantas otras cosas más que al final nos van a matar. La Biblia lo dice muy claramente: «La persona que peque morirá» (Ezequiel 18:4). Así como el leproso iba a morir a causa de su enfermedad, usted va a morir a causa de su pecado.

    Así como para el leproso, para nosotros también hay esperanza; y mientras el pecado esté dentro nuestro destruyéndonos lentamente, no podremos ser felices. Así como el leproso, debemos ir a Jesús. Reconociendo nuestro futuro y temiendo nuestro destino, necesitamos arrodillarnos delante del Hijo de Dios y pedirle: «Señor, si quieres, puedes cambiar mi vida. Si quieres, puedes limpiarme.»

    Quienes por el poder del Espíritu Santo lo hacen, se admiran ante la respuesta de Jesús. Una y otra vez, lleno de compasión y misericordia, Jesús extiende su mano para ayudar… como siempre lo ha hecho.

    Dios mostró su compasión cuando les dio esperanza a Adán y Eva después que habían pecado. Dios demostró su compasión cuando escuchó las súplicas de su pueblo esclavizado, y lo liberó. Dios demostró su compasión por un mundo perdido y lleno de pecado cuando envió a su hijo Jesús a nacer en Belén. Jesús demostró su compasión cuando tocó al leproso, cuando perdonó a la mujer adúltera, cuando trajo a Lázaro de la muerte y lo devolvió a su familia. Jesús demostró su compasión por la humanidad cuando entregó su vida para pagar el castigo que nosotros merecíamos por nuestros pecados.

    Unos años después de que el leproso se había arrodillado delante de Jesús, Jesús mismo se arrodilló para rezar al Padre. Mientras lo hacía, el peso de nuestros pecados, de todos los errores que hemos cometido, fue cargado sobre él. Todo lo que hemos hecho mal, las cosas que más vergüenza nos dan, las que más queremos esconder, todo eso Jesús lo vio. Y después de haber visto todo lo feo y horrendo de nuestras vidas, lleno de compasión se levantó y permitió ser arrestado y juzgado. La compasión de Jesús por usted y por mí lo mantuvo en silencio cuando lo acusaron injustamente por crímenes que no había cometido. La compasión de Jesús lo mantuvo quieto cuando lo golpeaban, le daban latigazos, y le ponían una corona de espinas. La compasión de Jesús lo llevó a la cruz del Calvario, y esa misma compasión lo mantuvo allí para que usted y yo pudiéramos ser perdonados. La compasión de Jesús lo llevó a hacer el trabajo más sucio y horrible del mundo. El Hijo inocente de Dios vivió y murió para que usted y yo pudiéramos ser salvos.

    Y luego, como garantía de que su sacrificio había sido aceptado, para que supiéramos que Jesús había terminado el trabajo sucio del sacrificio que nadie más podía hacer, tres días después que su cuerpo había sido puesto en una tumba prestada, resucitó. El Cristo viviente se levantó victorioso de la muerte y, por su resurrección, usted y yo, y todos los que creemos en él, nunca vamos a ser condenados a la muerte y el infierno. Gracias al sacrificio de Cristo, todos los que creemos en Jesús como el Salvador de nuestras vidas estamos libres para disfrutar y darle gracias por el perdón que nos ha dado. Gracias a Jesús estamos libres, al igual que el leproso, para decirles a todos los que conocemos, lo que él ha hecho por nosotros.

    Eso es lo que estoy haciendo en estos momentos. Le estoy diciendo a usted que, el mismo Salvador que curó al leproso puede y quiere curarlo a usted. El mismo Salvador que le cambió la vida al leproso, está dispuesto a cambiársela también a usted.

    Hace más de 20 siglos el Hijo del Dios viviente, lleno de compasión, hizo el trabajo más sucio que pueda existir. Por voluntad propia Jesús fue al encuentro de la destrucción del pecado y se entregó a la muerte para que nosotros podamos vivir. Con su vida, con su muerte en la cruz, y con su victoria en la resurrección, Jesús rompió las cadenas mortales del pecado, y gracias a su sacrificio nosotros somos salvos. Como ya he dicho, fue un trabajo sucio… pero lo hizo por usted.