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PARA EL CAMINO
La maldad no conoce límites ni es sensible al sufrimiento del otro. La avaricia y la soberbia nos pone por encima de los demás. Pero el amor del Padre celestial, el soberano Señor de la creación, es tan irracional e incomprensible que nos busca, nos perdona y nos redime.
Intriga, malas intenciones, celos y algo de miedo. Así van las personas a encontrarse con Jesús: con una agenda escondida debajo del brazo. No es la primera vez que los líderes religiosos del pueblo de Dios se acercan a Jesús para tratar de hacerlo caer en alguna trampa. Es que Jesús les molesta. Esos líderes religiosos y ancianos del pueblo se sienten perturbados por la popularidad de Jesús, ¡y porque no pueden encontrarle ninguna falta que justifique una acción legal contra él! ¿Quién se cree que es este Jesús?
Jesús sabía muy bien quien era él. El Padre en los cielos había confirmado públicamente la identidad de Jesús como Hijo de Dios después de su bautismo y durante la transfiguración con estas palabras: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mateo 3:17; 17:5). Pero la gente no sabía quien era Jesús; lo reconocían como alguien especial, pero no lo conectaban con la divinidad. Los discípulos mismos sabían que él era «el Cristo, el Hijo del Dios viviente», aunque no sabían bien de qué se trataba eso. Los saduceos, los escribas, los fariseos, los sacerdotes del templo y los ancianos del pueblo lo reconocían también como alguien popular, pero más bien peligroso. Jesús se metía demasiado en su territorio. ¡No podían competir con él!
Ese espíritu de competencia, celos y ambiciones desmedidas fue lo que caracterizó a muchos de los líderes religiosos de Israel durante su historia. Es a esos líderes competitivos y ambiciosos a los que Jesús les cuenta esta parábola de los labradores malvados.
Ya no le queda mucho tiempo. En tan solo cuatro días Jesús sería crucificado y muerto. Luego de su resurrección, Jesús no se encontraría más con los líderes religiosos del pueblo, sino que solo se aparecerá a los suyos.
El capítulo 21 de Mateo marca el comienzo de la semana de la pasión —lo que nosotros conocemos como la Semana Santa—. Pocos días atrás, Jesús había resucitado a Lázaro. El domingo siguiente a ese milagro, Jesús hace su gran entrada en Jerusalén. Ese día observa todo lo que está pasando en el templo y luego se retira a casa de sus amigos en Betania. El lunes vuelve al templo y echa a los mercaderes y cambistas que habían convertido la casa de oración de su Padre en una cueva de ladrones. Mientras Jesús está en el templo, la gente se amotina para verlo y escucharlo y, tal vez, para esperar un milagro. En ese momento llegan los sacerdotes y los ancianos del pueblo para cuestionar la autoridad de Jesús. «¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te dio esta autoridad?» (Mateo 21:23), le preguntaron.
Ante tal cuestionamiento, Jesús relata la parábola de los labradores malvados que, a simple vista, es una parábola un poco rara. El dueño de la finca, que muestra claramente que tiene dinero para edificar una torre y un lagar, y plantar una viña y contratar trabajadores, hace cosas un tanto locas. Primero se va lejos. Parece que pone toda su confianza en los trabajadores que contrató. Luego envía siervos para que junten los frutos que dio la viña. Cuando sus siervos son maltratados, apedreados y muertos, vuelve a enviar un número mayor de siervos con el mismo propósito de cobrarse los resultados de la cosecha. No ideó ninguna forma de castigar a esos ingratos trabajadores contratados por lo que hicieron con sus primeros siervos. ¡Ni siquiera se le escucha hacer ningún reproche!
Los trabajadores contratados hicieron con estos siervos lo mismo que hicieron con los primeros: los maltrataron, los apedrearon y mataron a algunos de ellos. A esta altura, pensamos que el dueño de la finca debe estar montado en cólera y planificando una venganza terrible. Sin embargo, ¡hace otra cosa loca! Envía a su hijo, a su único hijo, al heredero. ¡Qué ingenuidad! ¿Por qué hace esa locura? Y los trabajadores contratados vuelven a hacer lo mismo. Sacan de la finca al hijo enviado —la finca que por derecho le pertenece— y lo matan.
Jesús termina aquí la historia. ¡Pero esta historia no puede terminar así! ¿No hay justicia en esta tierra? Jesús les pregunta a sus interlocutores cómo piensan ellos que debe terminar esta historia, diciéndoles: «Así que, cuando el señor de la viña venga, ¿qué hará con esos labradores?». Ellos le respondieron: «Destruirá sin misericordia a esos malvados, y arrendará su viña a otros labradores que le entreguen el fruto a su tiempo» (vv 40-41). Finalmente, aquí parece que hay un poco de sentido común. Pero los sacerdotes y ancianos del pueblo se condenaron a sí mismos con esa respuesta.
¿Qué aprendemos de todo esto? ¿Cómo nos hablan estas palabras de Jesús a nosotros? Lo primero que tenemos que aprender es a ver lo irracional del pecado. La actitud de los trabajadores contratados muestra una maldad tremenda. En lugar de sentirse privilegiados por haber sido contratados a trabajar y recibir una parte de lo cosechado como pago por sus labores, se les subió la avaricia a la cabeza y quisieron quedarse con todo, a cualquier precio, incluso matando a los siervos de su amo. Y no se arrepintieron ni tuvieron miedo cuando el dueño envió siervos por segunda vez, sino que volvieron a hacer lo mismo: maltrataron, echaron y mataron a esos siervos, total nadie les había pedido cuentas por lo que habían hecho con los primeros. Así es la maldad en este mundo: no conoce límites, no es sensible al sufrimiento de nadie ni a la propiedad privada de nadie. La avaricia y la soberbia de ponerse por encima de Dios no tiene límites.
El pecado atropella, apedrea y mata. No tiene sensibilidad ni siquiera cuando el dueño de la finca envía a su único hijo. El pecado lo saca del medio a él también. Esa es la enseñanza de esta parábola respecto a nuestro pecado. Nos acostumbramos a pecar, le damos lugar a la avaricia y a la soberbia y destruimos aquello que nos priva de cumplir nuestros propios deseos. Nos volvemos irracionales, hacemos lo que está mal, herimos a otros con nuestras palabras y actitudes. Somos insensibles ante el dolor y los padecimientos del prójimo. No creo que deba seguir haciendo una lista de cómo se manifiesta el pecado en nuestra vida. Cada uno de nosotros sabemos muy bien hasta dónde nos lleva nuestra mente pecaminosa.
Lo segundo que tenemos que aprender es a ver la locura del amor de Dios. El amor del Padre celestial, el dueño de la finca, el soberano Señor de la creación, es irracional, es incomprensible. Durante siglos, el Padre envió profetas a su pueblo, la mayoría de los cuales fueron maltratados, apedreados y hasta asesinados a sangre fría. El Padre en los cielos puso un pueblo en esta tierra para que produjera frutos de justicia y de amor. Pero el pueblo y sus líderes se creyeron con el derecho de tomar las riendas de la vida en sus propias manos. El Padre celestial envió entonces a Jesús, su único Hijo, a quienes los propios trabajadores contratados entregaron a las autoridades para ser juzgado y crucificado. ¡Se quisieron sacar a Dios del medio!
La actitud de Dios es irracional. Es una locura que él no nos castigue como merecemos por nuestra desobediencia, por querer muchas veces sacarlo del medio para poder hacer cómodamente aquellas cosas que queremos y que sabemos que no están bien ante sus ojos. El amor de Dios es paciente e incomprensible. Por amor a nosotros Jesús fue a la cruz, para que nosotros podamos disfrutar los frutos de su viñedo.
La Escritura nos afirma una y otra vez lo irracional, lo incomprensible del amor de Dios. ¿Puede Dios quererme y aceptarme después de ver todo lo que pienso y hago? Él, que es tan santo, ¿cómo puede tener interés en mí, y en las cosas que me pasan? ¿Puede Dios interesarse en mis dolores, en mis dudas, en mis inquietudes? ¿Me parece todo esto una locura? Así responde el apóstol Pablo a estas preguntas: En 1 Corintios 1:18 dice: «El mensaje de la cruz es ciertamente una locura para los que se pierden, pero para los que se salvan, es decir, para nosotros, es poder de Dios». Luego, en 1 Corintios 1:23, Pablo reafirma: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado, que para los judíos es ciertamente un tropezadero, y para los no judíos una locura«.
No importa lo que el mundo a nuestro alrededor piense del pecado. Nosotros tenemos que saber lo que Dios dice del mismo: el pecado destruye temporal y eternamente. El pecado condena sin misericordia. Tampoco importa lo que el mundo a nuestro alrededor piense o diga del amor de Dios. Nosotros debemos saber que Dios hace cosas que parecen una locura. Dios ama al pecador, Dios no condena ni castiga al pecador que mira a la cruz y recibe con gratitud los beneficios de la resurrección de Jesús. Qué locura, ¿verdad? Sí, pero es la locura de la cruz de la que habla el apóstol Pablo: la que nos perdona, nos salva, nos abre el cielo de par en par y nos recibe para vivir con él en la eternidad.
Si de alguna manera te podemos ayudar a ver en Jesús la locura del amor de Dios por ti, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.