PARA EL CAMINO

  • Una muestra de amor

  • marzo 14, 2021
  • Rev. Dr. Hector Hoppe
  • © 2025 Cristo Para Todas Las Naciones
  • TEXTO: Juan 3:14-21
    Juan 3, Sermons: 7

  • El amor no es ni una herramienta ni un arma para manipular a las personas, sino una decisión de hacerle bien al otro. Toda la acción de Dios en Cristo nos habla de su amor santo, genuino, activo y probado.

  • Comenzamos esta reflexión bajo la bendición de Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.

    ¿Se acuerdan cuando de niños nos peleábamos con alguno de nuestros hermanos o amigos y terminábamos el incidente con un «¡no te quiero más!»? Tal vez, sin pensar mucho qué significaba querer a una persona, habíamos aprendido que una forma de hacer doler a alguien era diciéndole que ella ya no era digna de nuestro amor. Un poco más crecidos, cuando ya comenzábamos relaciones más románticas, aprendimos el dolor que causaban preguntas como «¿Ya no me quieres?», o una afirmación como: «No te quiero más.» Y así, aprendimos a usar el amor como una herramienta para ajustarnos a la vida. Pero el amor no es una herramienta, mucho menos un arma, para manipular a las personas. El amor es una decisión de hacerle bien al otro.

    En los versículos que anteceden al pasaje bíblico que nos ocupa hoy aparece Nicodemo, amparado por las sombras de la noche, para hablar con Jesús. Nicodemo tenía muchas preguntas, y un poco de confusión en su mente. El diálogo que se entabló entre él y Jesús salió disparado para un lado que seguramente Nicodemo no había esperado. Pero, al final, Nicodemo escucha la lección más grande del mundo sobre el amor. Claro, no podía ser de otro modo, porque en las palabras del mismo apóstol y evangelista San Juan: «Dios es amor» (1 Juan 4:8). Toda la acción de Dios en Cristo tiene que ver con el amor: su amor santo, genuino, activo y probado… sobre todo eso: probado.

    Si de pruebas de amor se trata, Dios no camufló nada, no disfrazó las intenciones que tenía con su humanidad perdida. Pero los humanos somos tan increíblemente pecaminosos, que dudamos hasta de la honestidad de Dios cuando nos dice que nos ama. Nuestra corrompida forma de ser nos hace sospechar de toda manifestación amorosa de Dios. ¿Por qué? Porque en el fondo bien sabemos que no lo merecemos, y nos parece «increíble» que alguien que conoce nuestros secretos más profundos, se digne a amarnos y aceptarnos así como somos.

    A nosotros nos resulta más fácil juzgar que amar. Nos subimos rápidamente al pedestal de juez y criticamos al otro que no hizo las cosas tan bien como pensamos que tenía que haberlas hecho. Creo que estarás de acuerdo conmigo en que nuestras palabras de juicio salen más fácilmente de nuestra boca que las palabras de aceptación y perdón.

    Digo todo esto porque Jesús trata este tema con Nicodemo de una forma muy clara. Primero lleva a Nicodemo a una historia del Antiguo Testamento que era bien conocida por el pueblo hebreo. Después que Moisés sacara milagrosamente al pueblo esclavizado en Egipto y lo pusiera en el camino a la Tierra Prometida, llegó la desconfianza, la murmuración, el juicio. Los hebreos comenzaron a quejarse de sus condiciones de vida en el desierto: el maná no era muy rico y estaban cansados de comer siempre lo mismo. Para que su pueblo reflexionara sobre su injusta y desagradecida actitud, Dios envió serpientes venenosas para que los mordieran. Así murieron muchos del pueblo de Israel. Cuando Moisés hace la serpiente de bronce para ponerla sobre un asta y mostrársela al pueblo, estaba profetizando la crucifixión de Jesús, porque cuando los israelitas miraban a la serpiente, eran sanados.

    Nicodemo tiene que conectar ahora que la serpiente en un asta era una prueba del amor divino por su pueblo. Tanto él como los discípulos conectarán esa historia con el mismo Jesús cuando lo vean colgado de una cruz. Ese acontecimiento se volverá la prueba más grande del amor de Dios por sus hijos rebeldes. Las palabras de Jesús en los versículos 14 y 15: «Es necesario de que el Hijo del Hombre sea levantado para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna», se convirtieron en el centro de la fe cristiana. Es solo cuando miramos al Cristo levantado en una cruz, pagando por nuestros pecados, levantado de entre los muertos para vencer a nuestro enemigo más terrible y elevado a los cielos para reinar sobre nosotros, que somos sanados de la mordedura de Satanás. Así es, Satanás nos mordió y nos inyectó el veneno de la mentira, de la superstición, de la desconfianza, de la murmuración, y del reproche constante a Dios y a quienes nos rodean por nuestra insatisfacción personal. Ese es nuestro escenario, ese es el escenario del pecado.

    ¿Qué haremos ahora? Ahora escuchamos cómo Dios nos da pruebas de su amor eterno: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna.» Este versículo se ha convertido en el pasaje más conocido de toda la Biblia, posiblemente porque resume en pocas palabras el evangelio completo de nuestro Señor Jesucristo. Dios nos ama. No hay forma de que alguna vez Dios nos diga: «Ya no te quiero más.»

    Y no solo nos dice que nos ama, sino que lo demuestra. Su prueba de amor no es enviarnos un ramo de flores o comprarnos una caja de chocolates, sino encarnar a su único Hijo para que sea crucificado por nuestros pecados. Dios quiere cambiar el escenario terrenal en el cual estamos viviendo, mientras nos prepara el escenario celestial. Así como Moisés instruyó al pueblo de Israel a levantar los ojos a la serpiente en el asta para ser sanados, el evangelista Juan nos instruye a que miremos a la cruz donde Jesús pagó el precio de nuestra desobediencia.

    La invitación a mirar a la cruz para ver el amor de Dios es para todo el mundo, sin excepciones. El amor de Dios no selecciona, abarca toda la especie humana. Los versículos 15 y 16 repiten al unísono por qué Dios hace esto: «para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna». Es un anuncio muy simple que tiene las dos verdades más profundas de las que habla toda la Biblia: la perdición eterna y la vida eterna.

    Basándose en estos dos escenarios, condenación eterna y vida eterna, Jesús le enseña a Nicodemo la preferencia de Dios: Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para salvarlo. Suena ilógico, ¿por qué salvar a hijos desobedientes y murmuradores, destructores de sí mismos y del resto de la creación? Pero no es ilógico para Dios, quien sabe que no tenemos ninguna posibilidad de reconciliarnos con él, a no ser que seamos lavados por la sangre de Jesús. El amor de Dios es un amor que nos quiere bien, que no nos juzga, sino que nos perdona.

    «Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él», dice el versículo 17. La Biblia habla de que vendrá un día en el que Dios hará justicia. San Pablo lo dice así en Hechos 17:31: «Porque él [Dios] ha establecido un día en que, por medio de aquel varón que escogió y que resucitó de los muertos, juzgará al mundo con justicia». Ya hay un día en que Dios juzgará y condenará, pero no es hoy, sino a la hora de nuestra muerte o cuando Jesucristo regrese «a juzgar a los vivos y a los muertos». Lo importante aquí para nosotros es saber que Jesús no vino al mundo a condenarnos, sino a perdonarnos. Dios no nos juzga según nuestras obras, nuestras dudas, nuestra desconfianza. Ni siquiera nos pregunta «¿Por qué lo hiciste? Dios sabe que es «natural» para nosotros pecar, y cuánto más largo el día, más pecamos. Pecamos cuando, en lugar de perdonar a nuestro prójimo y de restablecer relaciones rotas, nos imponemos como jueces y condenamos a los demás. Porque Cristo, el más santo de los santos, no vino a condenarnos sino a salvarnos de nosotros mismos, del diablo y de la muerte. Nosotros no tenemos ningún derecho de juzgar a otros. Esa es tarea divina.

    Es tarea divina también salvarnos de la miseria y de la oscuridad en la que nos envolvemos nosotros mismos. En el versículo 19, Jesús le explica a Nicodemo que «los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas». En otras palabras, Jesús nos dice que preferimos esconder en la oscuridad de nuestro corazón aquellas cosas que no queremos que nadie sepa, que nadie saque a la luz. Jesús tiene compasión de nosotros y, siendo él mismo la luz del mundo, nos espera para disipar nuestras oscuridades. Al estar Jesús en nosotros, su luz ilumina nuestras buenas obras para que otros la puedan ver. De esta forma, ya no andamos más en la oscuridad sino en la luz de Jesús, anunciando al mundo lo que el Señor le enseñó a Nicodemo: «No he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo.»

    Dios prueba su amor por ti, estimado oyente, enviando a su Hijo para ocupar tu lugar en la cruz. Ahora, libre de condenación y a la luz de Dios, puedes mostrarte cómo eres sin temor. Jesús reafirmó a sus discípulos su amor por ellos con estas palabras registradas en Juan 15:13-14: «Nadie tiene mayor amor que este, que es el poner su vida por sus amigos. Y ustedes son mis amigos». De la misma manera, Jesús te reafirma a ti su compromiso de amarte hasta la muerte, literalmente. Él te ha hecho su amigo y te anima a andar en su luz, amando a los demás, así como él te ama a ti.

    Estimado oyente, si de alguna manera te podemos ayudar a caminar en la luz de Jesús, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.