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PARA EL CAMINO
¿A quién se le ocurre ofrecer un cerdo en sacrificio sagrado en vez de un cordero? ¡Los judíos no podían creerlo! ¡Este acto violentaba las conciencias! ¡Algo había que hacer!
Así comienza la historia de una de las situaciones más oscuras y dolorosas que vivió el pueblo de Israel. El rey Antíoco Epífanes dominaba una vasta región en Asia y, como si eso fuera poco, les había robado Palestina a los egipcios y dominaba también al pueblo hebreo. Para Israel eran tiempos oscuros porque el último profeta —Malaquías— había estado entre ellos hacía más de doscientos años. No había señales de Dios. No había profetas y no había señales del Mesías prometido.
Es en esas circunstancias, ciento sesenta años antes del nacimiento de Jesús, que Antíoco Epífanes hace sacrificar un cerdo, un animal inmundo para los judíos, en su templo sagrado. Lo hizo para enojarlos, porque él mismo estaba enojado porque el pueblo de Israel no quería adorar a los dioses griegos. Y Antíoco logró que los judíos de enojaran. Así fue como un grupo de judíos —los macabeos— se armó, luchó y reconquistó Palestina para su pueblo.
El templo había sido profanado, por lo que había que dedicarlo nuevamente al Señor Altísimo. Para ello, llevaron muchas luces al templo para disipar las tinieblas con las que su religión había sido oscurecida y apagada. Así comenzó una celebración que con el tiempo se llamó la fiesta de las luces, o Hanukkah, como la conocemos hoy en día. Dice la historia que el candelabro del templo, que tenía muy poco aceite, quizás suficiente para alumbrar solo por un día, alumbró por ocho días seguidos. Ese milagro animó al pueblo a decretar que Hanukkah se celebrara anualmente como la fiesta de la dedicación.
Más o menos ciento ochenta años después de estos acontecimientos, Jesús está en Jerusalén para celebrar la fiesta de la dedicación. Durante dicha fiesta se leían historias de las Sagradas Escrituras, entre ellas el capítulo 34 del profeta Ezequiel, donde se condena a los falsos pastores de Israel y donde se anuncia la llegada del pastor-Mesías. Dice Ezequiel: «Yo, su Señor y Dios, estoy en contra de ustedes, los pastores, y voy a pedirles cuentas de mis ovejas. Ya no voy a dejarlas al cuidado de ustedes… Yo mismo voy a ir en busca de mis ovejas, y yo mismo las cuidaré… Yo les daré a mis ovejas buenos pastos y apriscos seguros‘» (34:10, 11, 15). Los discípulos, los fariseos y muchas otras personas que escucharon esas palabras de Ezequiel en el templo, escuchan ahora a Jesús reafirmar la denuncia del profeta diciendo: «Todos los que vinieron antes de mí, son ladrones y salteadores» (Juan 10:8).
Durante siglos, el pueblo de Dios había tenido muchos pastores malos a quienes no les importaba la salud de las ovejas de Dios; muchos pastores ladrones y salteadores que no tenían interés en las ovejas, sino en sí mismos. Jesús vuelve a reafirmar la promesa de Ezequiel, y anuncia: «Yo soy la puerta de las ovejas… Yo soy la puerta, y el que por mí entra, será salvo» (Juan 10:7, 9).
En la fiesta de la dedicación, Jesús se presenta como aquél que cuida las ovejas, las alimenta con buenos pastos y las mantiene seguras en su redil. Jesús viene a su iglesia, que es el redil donde Dios tiene a sus ovejas, y le pide al portero que le abra la puerta. El Padre en los cielos es ese portero que reconoce que su Hijo es un buen pastor que hará todo lo necesario para mantener a sus ovejas alimentadas y seguras. El pastor Jesús tiene un propósito sano. No entra al redil a escondidas, como un ladrón. Al contrario, Jesús les habla a las ovejas y ellas lo reconocen cuando él las llama por nombre.
Quienes escucharon la alegoría de Jesús no la entendieron. No pudieron conectar las palabras de Jesús con las denuncias y promesas del profeta Ezequiel. Tal vez estaban tan entretenidos en sus rituales y costumbres y fiestas, que no podían prestar atención al pastor-Mesías que estaba enfrente de ellos. La verdad es que los líderes religiosos en el tiempo de Jesús eran extraños al pueblo de Dios. Ellos no alimentaban ni cuidaban a las ovejas de Dios. No mostraban cariño ni compasión por el pueblo puesto a su cuidado.
Jesús es el contraste con esos pastores inoperantes y ladrones. Él se presenta como la puerta de entrada al redil de Dios. Ese redil es la iglesia, el nuevo templo donde Dios habita, donde su Palabra es predicada, donde se practica el perdón y donde los creyentes se animan mutuamente con las promesas divinas. Esos son los pastos que recibimos los que pasamos por la puerta abierta —el Señor Jesús— al lugar donde nos encontramos con Dios. Jesús solo cierra la puerta para que quienes quieren robarnos el perdón de los pecados y la esperanza de la resurrección de los muertos no puedan entrar a hacernos daño.
Hay quienes piensan que hay muchas puertas de entrada a la felicidad verdadera y eterna. Esos son profetas disfrazados de pastores que engañan con sus falsas enseñanzas. El reino de Dios tiene una sola puerta, y se llama Jesús. Él es el único que se sacrificó por nosotros. Él es el único que murió y resucitó y él es el único que verdaderamente se interesa por nosotros. Él nos ama, nos mira con cariño, sin juzgar nuestro pasado, sin reprocharnos nuestros errores y pecados. Jesús es el único que da vida abundante.
La vida que Jesús nos da no es pequeña cosa, porque no se enfoca en lo superficial de esta vida. La vida que Jesús nos ofrece es lo opuesto a la frivolidad que vemos diariamente a nuestro alrededor. La vida abundante de Jesús es lo opuesto al narcicismo y al egoísmo sin límites. La vida que Jesús nos da abunda en el perdón, la reconciliación, la esperanza y la paz profunda que nos permiten hacer frente y salir victoriosos ante cualquier adversidad, y morir tranquilos sabiendo que somos recibidos en los brazos del buen pastor.
La fiesta de la dedicación en la que Jesús y sus discípulos estaban participando recordaba la reconquista del templo para Dios y anunciaba la llegada del Mesías. Al entrar nuevamente las luces al templo de Dios, se anunciaba la restitución de la gloria de Dios. Hoy Jesús entra a su templo, la iglesia, con su luz y su gloria, para re dedicarla una y otra vez al servicio santo de Dios.
Estimado oyente, ¿conoces a alguien que está a oscuras, que está confundido o que está mal alimentado porque los pastos que tiene delante de él no son comida sana? ¿Estás tú pasando por una situación oscura? Tal vez hay alguna parte oscura en tu vida que preferirías que nadie alumbrara. Tal vez no te consideras digno de atravesar esa puerta santa para entrar al templo de Dios, su iglesia. Cualquiera sea tu situación, Jesús tiene la capacidad y el deseo de mirarte con cariño. Su puerta siempre está abierta. Su luz es el perdón que borra todas nuestras oscuridades.
Los pastos de Dios son su Santa Palabra, el Bautismo y la Santa Comunión. A través de esos manjares él alimenta a su iglesia, la cuida, la mantiene sana, la hace crecer. Así es como él guía a sus ovejas por los caminos desparejos y peligrosos de esta vida, para que nada nos pueda arrebatar de su mano.
En otra ocasión, el mismo Jesús dice que tiene otras ovejas que también quiere traer a su redil. Aquí es donde tú y yo entramos más activamente en escena. La luz que Jesús trae a la iglesia es para que la iglesia se dedique a la tarea de ser la luz del mundo. Sabemos perfectamente que no somos los únicos que estuvimos en la oscuridad y alejados de Dios. Hay otros, muy cerca de nosotros, que no tienen nada más que dolor y tristeza a su alrededor. Hay muchos que no encuentran salida a su angustia porque las situaciones en las que viven los mantienen inmersos en la oscuridad. Quizás reviven constantemente algún pecado que consideran imperdonable, o tal vez están muy cómodos en su situación pensando que no necesitan ver nada más que lo que ven. El pecado que enceguece toma muchas formas. El pecado no les permite ver la luz de Dios.
Hay quienes están pasando por un mal rato desde hace mucho tiempo, quienes no tienen idea qué camino seguir y qué puertas tocar. Hay muchos que viven en la oscuridad y la desesperación, sin saber a quién o a dónde acudir en busca de ayuda. Quizás tú mismo estés viviendo esa oscuridad, especialmente en estos tiempos difíciles que estamos enfrentando. Si es así, quiero que sepas que hay una puerta que siempre está abierta para quienes se arrepienten: esa puerta se llama Jesús. Nosotros, las ovejas que ya estamos en el redil de Dios, somos quienes recibimos la luz que disipa la oscuridad y la mano que lleva al atribulado hasta la única puerta abierta. No hay requisitos para entrar. Dios recibe a todos los arrepentidos.
Si de alguna manera te podemos ayudar a ver en Jesús la puerta abierta a la vida abundante, a continuación te diremos cómo comunicarte con nosotros en Cristo Para Todas Las Naciones. Amén.